Primer plato

Doña Chayo y su cocina en San Andrés Ixtlán

 “Sonaban las cucharas sobre el sartén, los platos chocaban y la tapadera de aluminio temblaba sobre el vapor de la cazuela de frijoles”

Yenitzel Chávez

Foto: Carlos Rolón.

Decidimos que iríamos a San Andrés Ixtlán, un pueblo muy cercano a Zapotlán. Entre esos dos puntos, el camino es tan corto,  que apenas se alcanzan a gastar veinte minutos de tiempo y distancia. Fuimos nada más para darnos el gusto de un desayuno sosegado, sin prisas, de esos que se disfrutan un domingo cualquiera.  Pero era jueves de Semana Santa. La tranquilidad de ese pueblo del Sur de Jalisco con sus calles estrechas y la quietud del mediodía que se envolvía de la fe católica, simulaban eso: un domingo cualquiera.

Llegamos con duda al centro del lugar. Caminamos bajo los portales de medio punto, con la intención de encontrar su inconfundible cocina. Luego nos dio por pensar que doña Chayo, con todo y su sazón casero, andaría en alguna parte, muy lejos de su fonda, ocupada en los asuntos religiosos que se hacen por esos días.

No calculamos mal. La encontramos al final del largo pasillo que tiene su casa convertida en un espontáneo comedor. Se le veía agitada y con prisa.

-Buenos días, ¿ya tiene? preguntamos con la intención de conocer el menú del día, al tiempo que recordaba su apariencia: una señora de estatura baja, con un par de ojos serios, cabello corto y su mandil siempre bien colocado. La reconocí muy bien, porque era la tercera ocasión que la visitábamos.

Nos dijo que no tenía ningún guiso listo, pero la experiencia de casi sesenta años como cocinera, no le permitieron dejarnos con el estómago vacío.

Les puedo preparar algo, ¿qué quieren? – Nos preguntó con un tono áspero, recio y al mismo tiempo protector.

Le sugerimos ese bistec de res con jalapeño, jitomate y cebolla que a ella le sale tan bien y que antes habíamos probado. En cuanto se lo propusimos, nos dejó en claro que era día de ‘vigilia’ y que no podía cumplirnos ese capricho.

Foto: Carlos Rolón.

Sentimos que la abuelita o la mamá nos restregaban en la cara el pecado que estábamos a punto de cometer. Así que acordamos que el menú sería un sencillo huevo frito; y con toda su personalidad de mamá regañona, doña Chayo, ordenó que nos sentáramos para esperar como todos unos niños nuestro desayuno.

Iba y venía lentamente. Sus manos temblorosas supervisaban el punto de cocción de esos huevos fritos que burbujeaban entre el aceite. Sonaban las cucharas sobre el sartén, los platos chocaban y la tapadera de aluminio temblaba sobre el vapor de la cazuela de frijoles guisados.

Todo sonaba igual que en casa. Todo olía como en casa…

De pronto la vimos con los platos servidos sobre sus manos:

– “Pásenle para acá, es que no puedo caminar hasta allá”- Nos dijo señalando una larga mesa de tamaño familiar que se encontraba aún más cerca de la cocina. Una cocina difícil de borrar de los ojos con su montón de tazas colgadas en la pared y un estilo tradicional muy evidente.

Accedimos a cambiarnos de mesa y desde ahí, vimos llegar de a poco los complementos: un plato hondo repleto de frijoles, una salsa de jitomate aguada con mucho sabor a orégano, rebanadas de queso seco y un par de tazas que guardaban el café de olla impregnado de canela.

 

Foto: Carlos Rolón.

Las tortillas llegaban de una en una. El comal nada más se dedicaba a llenarlas de calor para que llegaran directo a nuestra mesa. Doña Chayo las volteaba sin miedo al fuego y no se cansaba de cuidarlas.

Nos concentrábamos en el ambiente hogareño, comimos rodeados de cuadros de ‘La última cena’, San Martín Caballero y la Virgen de Guadalupe. Reconocíamos cada bocado con nuestros paladares recién acostumbrados al sabor de las manos de esa mujer. Sabíamos que estábamos frente al sabor de San Andrés Ixtlan, sin restricciones, holgadamente y sin ninguna intención de medir las porciones.

No había duda, habíamos estado en la casa de “Mamá Chayo”. Habíamos desayunado como en casa.

 

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