El romero, más que un condimento

Beatriz Rosette Ramírez

A muy temprana edad escuché de mi abuela historias de mujeres que curan, mujeres sabias; sin duda mi abuela se refería a las mujeres mágicas, aquéllas que tienen conocimiento de la curación natural, a quienes se les había conferido, decía ella, una gran sabiduría, y seguramente les fueron develados secretos de las plantas para hacer el bien.

En la azotea de su departamento tenía algunas macetas en las que cultivaba algunas hierbas para ella maravillosas, entre ellas el romero. Doña María tenía una inclinación muy especial por este arbusto, ya que su uso no solamente se centra como condimento o especia en diferentes comidas, sino también como una planta medicinal para el alivio de diferentes dolencias.

Sus aromáticas infusiones las preparaba casi al despertar, es decir, en ayunas. Infiero que ella sabía que el romero contribuye a equilibrar el funcionamiento del hígado y la vesícula biliar; igualmente lo indicaba en casos de gases o flatulencia severa, incluso en espasmos gastrointestinales para propiciar una buena digestión.

En alguna ocasión le escuché decir que “también sirve para combatir la anemia y favorecer la recuperación de las afecciones respiratorias gripe, asma y catarros”.

No era extraño ver a mi abuela moliendo sus hierbas en el metate para preparar sus ungüentos y aplicarlos de manera tópica, como buen cicatrizante, analgésico o bien para las afecciones del cuero cabelludo o en tratamiento de cabello maltratado.  No obstante, su alquimia era por mucho infinita, hacia maceraciones en alcohol. A la luz de la distancia supe que eso era una tintura en la terapéutica homeopática. Los usos recomendados por mi sabia curandera los prescribía bajo la técnica de fricción (o friegas) en padecimientos reumáticos, así como dolores de articulaciones y el tratamiento de contusiones, heridas y eccemas.

Sin duda alguna, doña María, mi abuela, era de esas mujeres mágicas que curan.