Primer plato

La doradita de queso que me salvó del ayuno

Cuando parecía que no había nada en el refrigerador unas tortillas duras, un trozo de queso viejo y los restos de un chile se convirtieron en un banquete

Juan Carlos Núñez Bustillos

Foto: Juan Carlos Núñez B.

A primera vista no quedaba ya nada “desayunable” en el refrigerador. Durante la semana se terminaron los alimentos frescos e incluso las sobras, esas que mejoran su sabor cuando se recalientan. Parecía triste el panorama.

Frascos medio olvidados de mermelada, un entristecido ramo de cilantro, algo guardado en un bote de plástico que ya ni siquiera pude reconocer. Quién sabe cuánto tiempo llevaría ahí.  Había también un pomo de cajeta, ya sin cajeta y una bolsa con un delicioso mole oaxaqueño para preparar que compré en una feria. Nada.

Cerré la puerta del refrigerador y fui a la despensa. Latas de atún, frijoles y arroz crudos, sal, azúcar, café. Un paquete de pan rallado. Una bolsita con chiles morita secos ya carcomidos por unas minúsculas “palomitas” de alas descoloridas que no se enchilan.

Foto: Juan Carlos Núñez B.

“No hay nada”, pensé triste y también contento. Tendría pretexto para ir a buscar unas gorditas de chicharrón.

Nomás por no dejar, volví al refrigerador. Encontré al fondo un trozo de un queso gouda muy viejo y muy duro. En una servilleta adornada con unas flores bordadas en punto de cruz que le compré a una señora en un mercado, aparecieron unas tortillas más tiesas y resecas que los parajes del Llano en llamas. En un pomito que alguna vez guardó mostaza quedaban los restos de un chile rojo, picante y delicioso que preparan en una de las mejores cenadurías de Guadalajara. Tuve una iluminación.

Mientras preparaba el café y lo disfrutaba leyendo el periódico, dejé que el queso se pusiera a temperatura ambiente. Cuando perdió su rigor mortis, le quité una cascarita reseca que se le había formado y sobre la cual había algunas manchitas de hongos verdes.

Foto: Juan Carlos Núñez B.

No me preocupó. Recordé las palabras de mi amigo Pepe Herrera que alguna vez me dijo: “Los quesos nunca o se echan a perder”. Me vino a la mente la imagen de mi abuelo Fernando quitando con un cuchillo una capa de moho verde que cubría un dulce de almendra. “Se lo quitamos y listo. Y si se queda algo, es penicilina”. Era mi abuelo y era químico así que no dudé y aquella tarde nos acabamos aquel manjar. No nos pasó nada. Por si hiciera falta, que no hacía, me acordé también de un programa de televisión en el que vi que uno de los quesos más caros es el que más hongos tiene.

Con las tortillas sí hay que tener cuidado. Cuando se guardan húmedas generan unas manchas rosas que son peligrosas. Se les forma también una babita que se convierte en delgados hilos cuando se despegan unas de otras. Peligro son aflatoxinas y son sumamente dañinas. Esas tortillas van, ni modo, directamente a la basura.

Pero cuando no ocurre eso, las tortillas solamente se vuelven duras y quebradizas. Este era el caso. De manera que tenía listos los ingredientes. Coloqué delgadas laminitas de queso sobre las tortillas viejas y las metí al hornito eléctrico. A calor bajito durante algunos minutos hasta que vi que el queso estaba derretido y las tortillas tomaban su color moreno. Solo faltaba el chile que algo se había resecado. Media cucharadita de agua fue suficiente para vigorizarlo. Con eso tuve para disfrutar uno de los mejores desayunos de este año.

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