Las lluvias dan marco al ritual que hace emanar vapores caseros y entrañables al preparar este sencillo dulce de guayaba
Elba Castro
Es en verano, cuando ha pasado el calor intenso y aparecen las lluvias, cuando el recuerdo de la guayaba, un fruto despreciado hace siglos, nos invade; entonces saltan a la memoria recuerdos de vapores dulces que emanan de las cazuelas de nuestra infancia.
A los españoles de la conquista, la guayaba “les hedia a chinches y les parecía abominación comerla” dice un testimonio de esa época que recogió el Dr. Arturo Chávez Hayhoe.
A nadie es desconocido que las guayabas tienen un aroma intenso. Un dicho hace honor a esta característica dice: “hay tres cosas que no se pueden esconder, las guayabas, el dinero y la comezón”. Hasta el escritor Gabriel García Márquez escribió un libro con el título “El olor de la guayaba”.
Los botánicos la han colocado en la enrome familia de los árboles y frutos de olor intenso: Myrtaceae, donde se hace compañía con el arrayán o con el eucalipto, entre muchos otros.
El olor fuerte y muy característico no impide que la guayaba guste a muchos paladares. De hecho estas frutas y su conocido árbol ha sido entrañable a los grupos humanos, por eso se les conoce por su abundancia en las casas y en las orillas de los caminos. Es decir, que siempre las hemos llevado con nosotros en las travesías o en nuestra característica sedentaria.
Nuestro papel de dispersadores por doquier de semillas del guayabo nos la agradecen muchos animales, entre ellos los murciélagos, tan importantes para la producción de tequila, o las abejas mieleras, a quienes les encanta libar la delicada y sencilla flor del guayabo.
América, que es el continente de origen de este fruto, ha aprendido en su cultura, a estrechar los lazos con la naturaleza por medio de las muchas maneras de hacer uso de la guayaba y de su árbol. Hemos sabido valorar sus propiedades culinarias y medicinales de las hojas, del tronco y del fruto.
Los remedios se usan para hacer descansar las piernas; para curar las enfermedades gástricas; para combatir los parásitos, las bacterias y los hongos; para que el pelo crezca sano… y un largo etcétera porque tiene propiedades antioxidantes además de contener vitaminas y fibra.
Claro que la mayoría de quienes las consumimos lo hacemos sólo por el gusto de gozar su sabor y las recolectamos para hacer de las lluvias un ritual que hace emanar vapores caseros y entrañables, como los que produce hacer un buen guayabate para la merienda o la cena.
Invitada por la producción de guayabas que hay en mi casa paterna, comparto más que la receta, el recuerdo de este dulce y el antojo de probarlo en las tardes de este verano.
Para preparar un kilo de guayabas, se requieren:
Dos tazas de azúcar o dos piloncillos medianos. Se pueden añadir algunos trocitos de canela y suficiente agua, que apenas cubra a las guayabas.
Los frutos pueden ser sazones (es decir, verdes por fuera, pero maduros por dentro) o maduros. Se deben desechar los que se han pasado de maduros, o sea los que ya han alterado su sabor . Un fruto en este estado echa a perder el sabor del resto.
El procedimiento es muy sencillo:
Se lavan las guayabas y se les quita la flor con un cuchillo. Se parten a la mitad y, si así lo quiere, se retiran las semillas (a mí me gusta más sin semillas) y se reservan éstas para hacer agua fresca (cuando se “ocupe” hacer, diríamos en Guadalajara).
Limpias las guayabas, se ponen a hervir con todos los demás ingredientes a fuego suave y meneando lo menos posible, para que no se rompan las cáscaras.
Se sabe que está listo este dulce y debemos apagar el fuego cuando el almíbar hace brillar a las guayabas sin que se reseque mucho y cuando los frutos han cambiado de color a un verde seco o bien a color ligeramente café.
Este dulce se deja enfriar y se puede servir con un chorrito de leche fría o bien con queso madurado. Si se agrega queso crema, se obtiene un postre que los cubanos llaman Romeo y Julieta…
Mmm ¡qué rico! ¡a disfrutar mientras vemos el milagro anual del ciclo del agua!
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