El de fresa era especial para consentir a quienes llegaban mojados. El secreto, decía, “es no dejar que se pegue”
Beatriz Rosette Ramírez
Para contrarrestar los tiempos húmedos de los meses de lluvia, se hace necesario abrir los recetarios de la abuela.
Recuerdo la voz de mi querida matriarca cuando llegaban a su departamento en la Ciudad de México visitas mojadas o “ensopadas”. Los recibía con un “atole calientito para darle calor al cuerpo”; los apapachos de mi viejita siempre fueron cálidos, atentos y, sin lugar a dudas, amorosos.
La familia acudía a su hogar a todas horas. A los que por alguna razón habían sido sorprendidos por las lluvias, los recibía con un particular cariño, ya que sus amores eran siempre acciones que circundaban en la comida.
Así era ella; una taza de porcelana blanca con un filo dorado se hacía presente. Del corto trayecto de su recinto de cocina, a la modesta sala recibidor, se lograba apreciar el humeante olor de una cocción dulce y aroma a fresa.
Conocido también como atol, una bebida de origen náhuatl, atolli que significa “aguado”, es derivado del maíz, mejor conocido como el majestuoso atole de nuestros tiempos.
Doña Mariquita abría a media tarde con la elaboración de sus brebajes amorosos para a esas lluvias de tarde-noche; primero tomaba entre sus manos un medio kilo de fresas, las limpiaba y les quitaba el rabito, y seguidamente las cortaba a la mitad; arrimaba azúcar; agua, litro y medio de leche y dos cucharadas de maicena.
Echaba mano de su pocillo favorito. Desde que lo sentaba al fogón daba inicio el ritual de preparación; colocaba ahí las fresas, azúcar y agua hasta llevarlas a ebullición; cuando los hervores comenzaban a llegar, ella bajaba el fuego para que se generara una mezcla roja homogénea bajo los hechizos del mismísimo Xiuhtecuhtli. Confiaba en la magia de este elemento, de tal suerte que movía muy ocasionalmente, solo se cercioraba de que se formara un jarabe, dándole unos diez minutos aproximadamente.
Una vez que la poción estaba lista, la vertía al vaso de su vieja licuadora para añadirle la leche tibia; acto seguido licuaba hasta obtener un color rosado y una consistencia tersa.
En un segundo plano disolvía la maicena en un pequeño tanto de agua tibia, con un tenedor y mucha paciencia hasta que desaparecían los grumos. El licuado rosáceo lo volvía a sentar al fogón y agregaba la ración de maicena, en una olla más grande, llevándolo a ebullición nuevamente a fuego bajo.
La abuela afirmaba que el secreto de los atoles consiste en “no dejar que se pegue”, es decir, en el último hervor habría que mover haciendo círculos concéntricos en el finito universo del perol, esta tarea llevaba de 10 a 15 minutos.
Otro secreto de mi bella matriarca consistía en soplar y resoplar cada vez que la sustancia espesa subía, hasta que quedase bien cocida, porque “no se da en el primer burbujeó”. Por eso los atoles son mágicos, y le dan calor al cuerpo.
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