Probar un alimento esperando que sea otro es una desagradable experiencia que se puede convertir en una anécdota divertida
Marisa Núñez/ El Paso
Ver una galleta recién horneada y llena de chispas con chocolate puede ser el mejor recibimiento que un niño pueda tener cuando llega de visita a una casa. Mi hermana aceptó sin ninguna timidez la galleta que la tía lejana le convidó junto con una sonrisa tratando de ganarse la confianza de la sobrina a la que acababa de conocer. El primer mordisco fue suficiente para que la cara de mi hermana se desfigurara por completo y escupiera el bocado ante los ojos de sorpresa de todos y la vergüenza de mi madre. ¡No eran chispas de chocolate, eran clavos de olor enteros! La receta era de galletas tipo alemán con especias.
Seguro que a alguno de ustedes también le ha pasado que comes algo esperando un sabor que, por su apariencia, supones que sabrá a algo que tú ya conoces, pero que cuando lo pruebas resulta algo completamente diferente.
Mi tío abrió el refrigerador y vio un bote de plástico transparente que contenía una crema café. Asumió que era cajeta de leche, además supuso que era de “las buenas”, de esas que venden en las cremerías y que se suelen traen de los pueblos cercanos a la ciudad.
Cogió una cuchara sopera, la llenó de la supuesta cajeta y metió la cucharada entera a la boca. Cuál fue su sorpresa cuando descubrió que no era el cremoso dulce sino manteca de cerdo. Los gritos plagiados de malas palabras emergieron inmediatamente de su boca, junto con el bodoque de grasa.
Pasaron horas para que se le quitara el horrible sabor a manteca cruda y la terrible sensación de cebo en el paladar. Tomó agua, leche, tés; comió cosas saladas y dulces, pero no le ayudaron a librarse de ella.
También pasaron horas para que mi tío dejara de gritar toda la letanía de malas palabras e improperios que se puedan imaginar, incluyendo el recordatorio correspondiente a la mamá de su esposa (mi abuela), la mamá de la señora que había comprado la manteca, a la del carnicero que la había empacado en el bote, a la de la tienda donde la compraron y, de paso, a las mamás de todo el país.
A mi papá lo invitaron a una comida entre amigos. Sirvieron una amplia variedad de platos. También le ofrecieron una taza con un semilíquido blanco. Él asumió que se trataba de atole y se lo acercó a la boca esperando una bebida caliente y un tanto dulzona, en cambio, le dio el trago a una bebida helada y agria, se trataba de jocoque árabe. El menú era ecléctico y desconocido para él, pues había muchos platos de medio oriente que en aquella época eran poco conocidos en Guadalajara.
Frijoles humeantes
A mi amiga la invitaron, junto con otros amigos, a desayunar menudo. Los anfitriones lo habían comprado en un puesto de la calle justo antes de que llegaran los invitados para que estuviera todavía calientito. Ellos sabían que a mi amiga no le gustaba este platillo por lo que amablemente le sirvieron un plato de frijoles que humeaba por lo que se acercó la cuchara cuidando de no quemarse, pero el humo que salía era de lo helados que estaban.
No había gas en la casa y a los anfitriones se les hizo fácil servir los frijoles directo del refrigerador, ¡total, si no los iban a calentar, daba lo mismo fríos que helados! La sensación de esperar algo muy caliente y en su lugar comer algo helado no fue nada agradable.
¿Jugo de tomate?
Mi cuñado abrió el refrigerador y vio un delicioso jugo de tomate. Sin pensarlo dos veces le dio un sabroso trago. Resulta que su mamá había reutilizado el envase del jugo para almacenar recaudo. Lo que bebió el pobre fue jitomate crudo molido con cebolla y ajo. Cuenta que lo escupió y que trajo el sabor en su boca todo el día.
Después de participar en la elaboración de un elegante libro sobre cocina, mi cuñada invitó a los autores y a otros comensales “gourmet” a celebrar el proyecto con una cena en su casa. Les ofreció un tequila muy especial elaborado por la familia. En realidad, no era tequila, sino agua con alcohol. Por una falta de comunicación matrimonial, ella no sabía que en aquella bella barrica lo que había era un líquido verdoso y no el sabroso destilado de agave.
Nada como un cafecito después de una comida abundante y deliciosa. La pesadez de la digestión, el sueñito que empieza a dar… deseaba con ansias que llegara el café después de que la anfitriona había dicho que quien quisiera una taza levantara la mano. Yo fui la primera en “parar el dedo”, como dice una tía, y me aseguré de que me contaran.
Cuando llegó finalmente la taza y probé aquel líquido casi lo escupo, lo tragué por cortesía, pero seguro se dieron cuenta de la cara de asco que hice. Lo que me dieron fue agua tibia con un café viejo y con sabor a amaranto y vainilla. Yo quería un café simple, normal. ¿a quién se le ocurrió que el café debe saber a vainilla y no a café? No lo puede beber. En otra ocasión mi papá le puso sal al café en lugar de azúcar.
Mi amigo llegó acalorado a su casa, abrió el congelador y encontró un bote de lo que le pareció era un delicioso helado de chocolate. Se lo saboreó mientras lo servía. Al probarlo resultaron ser frijoles molidos. Una vez más, la sensación de pensar en algo dulce y delicioso terminó en la decepción y la cara de “fuchi” que se hace cuando nos pasan estas cosas.
Clases de cocina
Cuando mi hija estaba cursando la primaria, la escuela incluyó como actividad extracurricular una clase de cocina. Después de algunas semanas, la maestra mandó una circular invitando a los papás una comida para mostrar los avances de nuestros hijos en la cocina.
Los niños nos sirvieron los platillos que habían cocinado y todo iba perfectamente bien hasta que llegó la hora del postre. Nos dieron un pay de durazno que se veía delicioso, pero cuando lo probamos, sabía horrible. Nadie decía nada para no ofender a los pequeños cocineros.
En eso estábamos cuando salió la maestra corriendo desde la cocina y gritando que no nos lo comiéramos, que por un error los niños le habían puesto bicarbonato y sal en lugar de azúcar. La carcajada y los aplausos se escucharon al unísono, a la vez que las caras de los niños, entre asustadas y divertidas, se asomaban desde la cocina.
Estas anécdotas nos recuerdan que no todo es lo que parece, principio que aplica para casi todo en la vida, incluyendo las experiencias culinarias; que la vista nos puede engañar, que nuestro sentido del gusto tiene memoria y asociaciones con sabores que vamos conociendo y almacenando en nuestro cerebro; y que reutilizar envases de mantequilla o yogurt para guardar otros alimentos, nos puede dar desagradables sorpresas.
¿Y a ti te ha pasado algo parecido? Cuéntanos tu experiencia.
No hay comentarios