El SARS-CoV-2 es un intruso que coarta el acceso a la buena cocina. Somos nuestro historial de sabores y olores que de pronto se esconden
Sergio René de Dios Corona
Alma se sintió cansada. Luego, mientras cortaba un limón, no percibió el aroma del cítrico. Lo acercó a su nariz y no olió nada. Buscó una cebolla y tampoco. Empezó a inquietarse. Cogió una naranja y la partió, sacó un queso del refrigerador, una salsa picosa la pasó frente a las fosas nasales, una jericalla. Nada pudo captar. Había perdido el olfato. Probó una quesadilla, que no le supo a nada. Igual sucedió con una sopa y una ensalada. Dos de los síntomas del coronavirus estaban en marcha. Se aplicó una prueba, salió positiva a la enfermedad.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda conocer todos los síntomas de la Covid-19. Los más comunes son fiebre, tos seca y cansancio. Otros menos frecuentes, pero que pueden afectar a algunos pacientes son dolores, dolor de cabeza, faringoamigdalitis, congestión nasal, ojos enrojecidos, diarrea o erupción cutánea… y la pérdida del gusto o el olfato. Incluso, advierte que ambos síntomas pueden tardar días o semanas en aparecer, aunque a no todos los enfermos los afecta.
El virus es antigastronómico. Es un intruso que coarta cualquier acceso a la buena cocina. Cancela el ingreso a través de los sentidos básicos al mundo de los platillos deliciosos. Estos se pueden observar, pero solo hasta ese límite autoritariamente marcado por el bicho. Inhibe la posibilidad de extasiarse de los aromas que una buena comida deja volar para seducir comensales ávidos de sentarse a la mesa. Somos nuestro historial de sabores y olores que de pronto se esconden para convertirnos en seres inodoros e insípidos.
La pandemia llegó con numerosas calamidades al mundo. El Sars-Cov-2 hizo que aromas que excitan el apetito sean echados por la borda, fuera del mantel, debajo de la mesa, en algún lugar desconocido.
El virus hizo que comer sea un acto mecánico, despojado de la magia, sin alcanzar a percibir la sazón de cada pieza gastronómica. Y dejando en la duda de a qué sabe lo que el paciente engulle. Frustrando cualquier intento de los cocineros o cocineras por seducir a través de los sabores y los aromas.
La poderosa industria de los alimentos y bebidas quedaron estupefactas ante un enemigo invisible que asuela mercados, cocinas de los hogares, restaurantes, fondas, puestos callejeros. Los saborizantes, conservadores, condimentaciones, todos los añadidos químicos son rebasados.
Las tentaciones culinarias quedan reducidas a comidas ajenas, desconocidas de pronto, que están ahí pero que carecen del interés que dispara no solamente la vista, sino aquello que los ingredientes y su alquimia dotan a cualquier pieza altamente disfrutable desde el momento que sacude las células olfatorias y revive ese órgano musculoso llamado lengua. Las yerbas de olor o especias son vulneradas hasta en su nombre.
Con la pandemia, ¿a qué sabe y huele una birria de chivo? ¿Un tequila?, ¿un pambazo?, ¿un mollete de frijoles con queso?, ¿una tostada de ceviche de camarón?, ¿un vino tinto?, ¿una capirotada?, ¿un espinazo con verdolagas? O ¿unas fresas con crema?, ¿un licuado de mamey?, ¿un pastel de zanahoria?, ¿un mole oaxaqueño? Con coronavirus las palabras vinculadas a la gastronomía pierden su significado: ¿sabroso?, ¿exquisito?, ¿rico?, ¿delicioso?, cualquier sinónimo queda como un concepto etéreo. Casi inexistente.
Olfato y gusto van de la mano. Por eso el Sars-Cov-2 es un virus sádico. Aplasta cualquier sensación placentera, distorsiona el ritual de la comida e, incluso, aun cuando se recuperen ambos sentidos, podrían quedar durante una temporada cambios que no permiten identificar del todo si algo está realmente muy salado o muy dulce.
Para fortuna de quienes son amantes de la buena cocina, al final de cuentas el virus cae vencido. Las sensaciones se recuperan en un proceso que reanima el espíritu hasta lo más profundo del cuerpo, como son la garganta, el estómago y los intestinos. Tenemos memoria gastronómica. La recuperamos. Ahí vencemos.
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