Don Mario Infante, un apasionado de su ciudad y de su comida tradicional, comparte sus recuerdos sobre este antojo emblemático de Guadalajara
Victoria Infante / Los Ángeles
Lo que les voy a contar es la versión de una sola persona, mi padre, un hombre que este año cumple 90 años y que conoce la Guadalajara de antaño como la palma de su mano. Nació y se crió –y sigue viviendo– en el área de las calles de Hidalgo y Munguía, muy cerca del centro histórico de la ciudad.
Mi padre, Mario Infante, es el “más tapatío de los tapatíos”. Es seguidor aferrado de las Chivas, no importa que puedan ser el último equipo en la lista de liga. Y conoce todos los changarros de comida callejera con más tradición de la urbe (uno de sus favoritos es un puesto de tacos de tripas ubicado en la avenida Federalismo, allá por donde termina el panteón de Mezquitán).
Pero lo que más lo mata son las tortas ahogadas. Podría comerlas todos los días, pero, hablando con la verdad, le preocupa su peso y cuando le tiene que recorrer un orificio a su cinturón sabe que llegó el momento de reducir el consumo de carbohidratos.
La memoria de don Mario, como le dicen sus conocidos, ya no es tan nítida como hasta hace algunos años, cuando contaba con lujo de detalle lo que él sabía sobre el origen de las tortas ahogadas. Sin embargo, aún recuerda datos importantes.
Solía decir que, aunque no se sabe con certeza cómo se creó este manjar tapatío, él sabía que había sido por mero accidente, que el “Güero”, el hombre al que se le atribuye el invento de la torta ahogada, estaba sirviendo uno de los lonches que solía vender en su pequeño local, cuando el birote se le cayó en una olla en la que había salsa de chile puro.
El comensal, supuestamente, en lugar de devolver su orden, le dijo al “Güero” que así se la diera. Ese fue el inicio de la historia de este plato jalisciense.
Pero eso no es todo. Según mi padre, las tortas de entonces, y estamos hablando de más de hace 60 años, no eran como las conocemos ahora. (En eso coincide con María Hilaria cuyo relato sobre el tema puede leer aquí).
“Eran bañadas con puro chile; no sé por qué les empezaron a echar salsa [de jitomate]”, me contó no muy contento hace un tiempo, cuando le pregunté sobre lo que él sabía de este antojito. “La ahogada era toda bañada en salsa de chile de árbol, y la media ahogada era solo metida en la salsa hasta la mitad”.
Y tampoco nada de frijoles, cebolla o cualquier otro de los menjurjes que ahora se agregan a las tortas. Y, oh, sorpresa, tampoco eran carnitas de puerco. Dice mi padre que lo que traían eran costillitas de cerdo, y que las tortas eran pequeñitas, que de un birote salado se sacaban unas cuatro porciones. Que costaban 15 pesos.
El “Güero”, dice mi papá, tenía su pequeño local –“del tamaño de una cochera”– en la calle de Madero, casi esquila con la Calzada Independencia. Luego se cambió a la calle de Medrano, en contraesquina de la Arena Coliseo.
“Tenía unos cuadros; en uno estaban unos ‘gringos’ que decían: ‘Mucho caliente’. Y en otro estaban unos mexicanos que decía: ‘Aquí lloran los valientes”, recuerda.
Y tradicionalmente, las tortas ahogadas se comían a todas horas. No como ahora que, según mi papá, las acostumbran “los que toman mucho vino el día anterior”.
6 Comentarios
Miguel Aguirre
20 diciembre, 2018 at 9:56 amMi papá me contó exactamente lo mismo. Saludos
Juan Carlos Núñez Bustillos
5 enero, 2019 at 3:34 pmEstimado Miguel: Muchas gracias por leernos y por escribirnos. Nos alegra saber que tu padre confirma lo que publicamos. Saludos cordiales y esperamos seguir contando con tu amable lectura.
Gabriel p
26 julio, 2019 at 7:58 pmA mi me llevaban de chiquito y me acuerdo del cuadro del charro llorando comiendose una torta
Juan Carlos Núñez Bustillos
6 agosto, 2019 at 2:44 pmGracias, Gabriel por compartirnos este entrañable recuerdo. Saludos cordiales.
Erika Bertine
30 junio, 2020 at 5:50 pmAsí llegué a probarlas, mi madre me llevaba a un local cerca del mercado alcalde y así eran como lo comentan, chiquitas y de puro chile, y con cerveza, también. Las servían igual en el restaurante La Alemana en el centro, y ahí nos daban un plato pequeño con un cosomé pa bajar lo enchilado y con la clásica chabela, la cerveza servida en un copón grandote.
Juan Carlos Núñez Bustillos
14 julio, 2020 at 9:53 pmHola,Érika. Muchas gracias por compartir esos sabrosos recuerdos. Saludos cordiales