Al disfrutar una delicia, el comensal vincula aquello que saborea con la creación que solo puede provenir de la divinidad
Sergio René de Dios Corona
Que a numerosos platillos mexicanos se les considere una “delicia divina”, no es gratuito o casual. Detrás de esa u otra expresión similar, el comensal vincula aquello que saborea con la creación que solo puede provenir de un dios o una diosa. La cocina se convierte en un altar y los cocineros o cocineras en sacerdotes o sacerdotisas que conducen a otro nivel, más allá de lo material, lo que elaboran con sus manos y su alma, que trascienden el gusto y lo corporal.
Un buen comensal apasionado de la cocina mexicana encontrará en numerosos platillos no solamente delicias para el paladar. También, en un análisis profundo, hallará otra realidad que rebasa lo que saborea con su olfato y su gusto. Descubrirá que no es únicamente un cúmulo de sensaciones que se extienden por el cuerpo, sino que lo conducen a un paraíso en la tierra… o a un rinconcito pasajero del cielo.
La rica gastronomía mexicana es una prueba de que existe lo divino. O, si se quiere, Dios. Es decir, las suculentas creaciones son evidencias de que Dios es una realidad palpable. Por ejemplo, la mera creación de un rico platillo tradicional, como la barbacoa de borrego al estilo Hidalgo, con su consomé calientito con garbanzos, arroz y lo extraído a pencas de maguey; una dotación de pancita y tortillas recién hechas a mano, con aromático pápalo, fresco jugo de naranja y un café de olla, son otra muestra de que Dios se halla presente. Está ahí, frente a la persona.
La Teología Gastronómica tiene argumentos para fundamentar cómo lo divino se extiende a cientos de mexicanas delicias: tacos al pastor, mole poblano, mixiotes, enchiladas mexicanas y suizas, birria de chivo, sopa de mariscos, chiles en nogada, tamales verdes y rojos, cabrito a la leña, pollo a la naranja, pellizcadas con mantequilla y frijoles, elotes recién cocidos, pizza con champiñones, torta de pierna, huaraches clásicos, conos con pepino sin cáscara, pozole, espinazo con verdolagas, caldo michi, jericallas, coctel de mariscos, filete de pescado, pastel de zanahoria, albóndigas con epazote, pay de queso y una larguísima lista de productos que revelan una verdad: la sabrosa comida es esencial para conocer a Dios o a los dioses. O, si se quiere, es un camino, parafraseando al premio Nobel de Literatura, Bob Dylan, para tocar una de las puertas del cielo.
Si la apologética es una rama de la teología que busca defender con argumentos la existencia de Dios, habrá que incluir a la gastronomía como una más de las razones para confirmar lo que desde hace siglos pregonan, estudian y defienden los teólogos.
Las ricas comidas y bebidas, y lo que está a su alrededor, no se reducen meramente a una práctica natural o de sobrevivencia; tampoco son únicamente una expresión cultural. Son la vía, digámoslo sin rubor, que conduce a saborear, por ejemplo, una manzana (o cualquier fruta, bebida, platillo sabroso) o un strudel de manzana, sin pecar ni ser expulsados del Edén; al contrario, la ruta que va de la vista, al olfato, el gusto y pasa por la garganta para bajar por el esófago hasta el estómago, es una de las favoritas del peregrino creyente que practica la gastronomía envuelta en la teología.
Suman decenas de miles los santuarios en el mundo donde se puede estudiar la Teología Gastronómica, pero sobre todo saborear, porque esa rama de las verdades divinas es pragmática. Se trata de los lugares en que la comida se prepara en un rito cuasi religioso, las 24 horas del día. Donde el todo, el platillo final, tiene una cualidad diferente y mucho mejor a la suma de las partes o ingredientes.
Son numerosos los creyentes que antes de comer oran y bendicen los alimentos. Lo hacen con fe. Son ellos y ellas vivos testimonios de que la Teología Gastronómica desciende hasta las mesas en que las sopas, las ensaladas, las bebidas, los platillos fuertes y los postres son para agradecerse y luego disfrutarse.
Si bien la gula es considerada en contextos religiosos como un pecado, al considerarse que se llega a ese extremo por tener un “apetito desmedido por comer y beber”, como indica la Real Academia Española, el deleite gastronómico es inevitable. Habrá que sucumbir, sonriendo, a lo que la vida ofrece en puestos de comida en la calle o en locales establecidos, en mercados, en restaurantes o alrededor de una fogata.
Un estómago feliz es un corazón gozoso, tendría que incluirse como uno de los postulados básicos y placenteros, a desarrollar, de la Teología Gastronómica. Otro lineamiento es que el amor también llega por el estómago, lo cual conocen los enamorados de sus parejas. Una presuposición relevante es que multiplicar las cocinas y los alimentos, con buenas comidas y bebidas, incluidos los peces y los panes, claro, es una enseñanza del mismo Nazareno. Y hay que hacerle caso.
La Teología Gastronómica estipula que lo divino está relacionado con lo terrenal. Son abundantes los ejemplos que, cual buenas escrituras, pueden hallarse en los recetarios viejos y modernos, en las notas especialidades elaboradas por cocineras y chefs, en las cartas con los platillos y la lista de compras del tianguis, mercado o el supermercado. También se advierte en las evoluciones, como la del metate a la licuadora, de la vasija de una planta al vaso de vidrio soplado o del cuchillo de pedernal al cuchillo eléctrico. El mundo se transforma al igual que la necesidad de comprenderlo desde una perspectiva teológica; incluida la gastronómica.
No hay comentarios