“Preparar este delicioso platillo me llevó no sólo a recordar su receta, sino a revivir sus vapores en la magia de su cocina”
Beatriz Rosette Ramírez
Por tradición familiar la cena del 24 de diciembre es muy esperada por todos a los que nos une el apellido Rosette Ramírez. Y como para la mayoría de los mexicanos, durante la llamada Nochebuena los amigos familiares, vecinos, compadres, yernos, nueras, nietos, éramos convocados a degustar los manjares elaborados por la matriarca doña Anita, en la que, lo reitero y destaco, fue mi casa materna.
Como la nostalgia acompaña los recuerdos, les narro que un platillo esencial para esa fiesta era cocinar el bacalao a la vizcaína. En lo personal tal vez por ser una de las hijas mayores me encantaba la preparación, me emocionaba desde el inicio ir de compras.
En aquellos tiempos vivíamos muy cerca del mercado Felipe Ángeles, en Guadalajara. Mi bella Anita ya tenía bien definido el itinerario del día: a las 9:00 am teníamos que estar en los pasillos donde ofrecen las verduras.
En la canasta de mimbre comenzaban a acumularse jitomates, cebollas blancas, cabezas de ajos, orégano fresco, papitas cambray, chile morrón, perejil.
En el supermercado adquiríamos bacalao seco, aceite de oliva, pasas, aceitunas, alcaparras, chiles güeros en vinagre, sal y pimienta.
En cuanto llegábamos mi mamá ponía a remojar el pescado en agua; ella decía que por lo menos 8 horas para quitarle el exceso de sal.
Posteriormente se encargaba de enjuagar tres o cuatro veces el bacalao hasta que el agua quedara limpia, es decir, sin sal. Por último, colocaba el pescado a fuego medio, por unos diez minutos, hasta que quedaba muy blanco y suave al tacto. Lo dejaba enfriar para escurrirlo con sus manos y guardaba el agua en que se coció para agregarlo en el guisado.
En tanto, iban asando los jitomates y el chile morrón en aquel comal rectangular que tenía; paralelamente desmenuzaba el bacalao de manera fina y en trozos pequeños. Llevaba los jitomates asados a la licuadora hasta obtener una salsa suave y homogénea.
Mi viejita era de rutinas fijas. Su sartén favorito y amplio ya estaba en el fogón con un tanto de aceite de oliva. Ahí vertía la cebolla previamente picada, hasta que “diera un tono casi transparente”, decía ella; luego añadía el ajo también finamente picado, dejando que el fuego hiciera lo suyo en aquella cocción.
Después lo revolvía de manera paciente y armoniosa, durante un par de minutos, cuidando que el ajo no tomara un tono negruzco; una vez daba el toque de cocimiento, añadía el contenido de la licuadora.
Con amorosa calma, y como si acompañara de manera presencial el inicio de la ebullición, ya estaba lista para agregar el bacalao, habré de advertir que con el hervor cambiaba e iba tomando un tono casi rojo. Lo dejaba hervir nuevamente y poco a poco agregaba las pasas, aceitunas y alcaparras.
Bajaba el fuego para dejar los ingredientes cocinando, y que los sabores se fueran incorporando. Agregaba a esa mezcla las papas con un chorrito del agua, donde coció por ultima vez el pescado.
Previamente iba picando en tiras el chile morrón; a la usanza de mi abuela, con sus dedos desmoronaba el orégano; en este momento sumaba a la cacerola el perejil muy picadito y los chiles güeros con un poco del caldillo de vinagre; para cerrar la sazón añadía un poquito de sal y pimienta.
El toque de mi viejita consistía en dejar resecar un poco la salsa, por eso cuidaba mucho la sal.
La nostalgia me llevó no solo a recordar su receta, sino a revivir sus vapores en la magia de su cocina, al preparar el delicioso platillo navideño bacalao a la vizcaína.
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