Elba Castro
Los ataviados y apresurados pasos confirmaban que debía llegar con la prisa acostumbrada al sitio donde sin falta, posaba su cotidianidad. Con el reloj de las rutinas de los demás, ella sabía que era la hora justa en la que a
todo el mundo se le hace tarde desde muy temprano.
Aquella mañana, en lo último que pensaba era en gozar, pero al pasar frente aquella puerta titubeó. El seductor aroma de ese café le dejó caer un desafío. Se detuvo. Al frenar los pasos, su cuerpo se sacudió. Hizo un esfuerzo por pensar en sus deberes pero estaba arrobada por aquella atmósfera.
Tenía en mente tantas cosas, que solo la idea evadirse le resultaba placentera.
Se pensó con diez años menos para cruzar aquella puerta robándose las miradas, pero no, la suya más bien la hacía pensar en ella, a sus 55 años, con todas las tareas de la vida hechas, podía prescindir de cualquier emocionante requiebro.
Libaba el sabor capturado en la selva, de cosecha respetuosa con los árboles. Debajo de esa sombra se sintió segura para echarse a disfrutar de su máximo placer. Los libros que llevaba abrazados le contaron historias que la emocionaron, a ratos la orillaban en la silla, otras veces leía con voracidad… después descansaba y volvía a sorber su café…
Los relatos que ella ya había apilado contándolos una y otra vez a sus estudiantes, fuera de la rutina, se estremecieron. Se pobló de utopías, de amor… de reflexiones que le calentaron la sangre.
Cerró los libros y se levantó a la hora que el timbre daría fin a su clase. Como recién adolescente que lleva para sí todas las historias que desearía vivir, se irguió rejuvenecida y en ella se posaron todas las miradas. Sonrió y caminó hacia el mundo. Ese café, definitivamente la había despertado.
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