Elba Castro
Había llovido.
El empedrado era un río de brillantes canicas;
la tarde, un suspiro largo de mujer después del llanto.
El sol descendía de su grandeza.
Los árboles estiraban sus alas de pájaros despertados.
Sólo las gotas desprendidas de algún alero
movían al aire recién sosegado.
Por las aceras trepaba lento un aroma dulce
apenas murmullo vaporoso…
Esa trasparencia levantaba el ánimo,
despabilaba el gusto.
Y así, en la víspera del crepúsculo
apareció el café
sublime anfitrión de este paisaje
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