Primer plato

Taquitos de frijoles, el pasado que alimenta el corazón

“De pronto todos hicimos silencio, la algarabía de aquellos diez niños cesó; ya teníamos en la boca ese regalo al paladar

Beatriz Rosette Ramírez

Taquito de frijoles negros. Foto: Juan C. Núñez

Para los expertos los recuerdos son imágenes del pasado que se archivan en la memoria. Y si me lo permiten, yo diría que algunas de esas evocaciones se incuban en el corazón y alimentan el espíritu de cuando en cuando. Tan sólo reproducir mentalmente el sabor de una tortilla calientita, con una porción de frijoles negros, me remonta a mi infancia-adolescencia.

Quisiera precisar un periodo en el que como niños interactuábamos alrededor de la figura materna. Corría la década de los años setenta, los mayores teníamos trece y doce años, caía una tremenda tormenta en Guadalajara, podría ser el mes julio. Esa tarde-noche no salimos a jugar futbol, en el legendario barrio de San Juan Bosco, en la capital de Jalisco. Nuestra cancha, la calle, era un río caudaloso y el cielo no dejaba de tronar; el ambiente se sentía muy helado, había bajado la temperatura. Por si fuera poco, se había ido la luz desde muy temprano.

Vela. Foto: Juan Carlos Núñez

Éramos seis hermanos y yo, chicos, pues nuestras edades oscilaban entre los trece y cuatro años, más tres invitados regulares que cenaban en casa con nosotros; aquello significaba una gran fiesta. Entre risas, adivinanzas, trabalenguas y, por supuesto, las historias de terror el momento era increíble. De pronto escuchamos la voz de mamá, que nos llamaba a cenar. Nuestra dulce matriarca ya tenía listo un buen altero de tortillas recién hechas, producto de su prensadora de madera. La escena resultaba alucinante, en la mesa había cuatro velas insertadas en envases de refrescos. Un olor muy particular impregnaba la atmósfera: la convivencia, la comida y la bebida; “era todo”.

En la orilla del pequeño comedor estaba una sartén grande con frijoles negros refritos y una olla de té de limón.

Cabe hacer mención que doña Anita cocía su olla de frijoles con una cabeza de ajo, una porción de cebolla y un buen tanto de epazote, y los freía con manteca. Ella llamaba el ingrediente especial a “los asientos de los chicharrones”; se trataba de una olorosa y espesa sustancia.

Retomando los recuerdos de aquella noche, rápido comenzaron a circular los vasos de plástico azul y rosa con el humeante té; inmediatamente llegó a nuestras manos un plato con un taquito de frijoles, simple, sin nada más adicional. De pronto todos hicimos silencio, la algarabía de aquellos diez niños cesó; ya teníamos en la boca ese regalo al paladar que disfrutábamos como si se tratara de la primera vez que comíamos ese manjar.

Taco de frijoles negros. Foto: JCN

Como si fuera algo mágico ha quedado adherido en el inconsciente colectivo de nuestra tribu. Invariablemente todos en diferentes momentos, al hacer memoria de nuestros encuentros de infancia, incurrimos en los recuerdos de ese suculento alimento.

Para mamá significó el sustento de sus hijos, para nosotros representó el soporte de convivencia y hermandad, en un halo emocional que nos vuelve a unir alrededor de unos taquitos de frijoles.

Los eruditos señalan que la memoria es una facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado, y sigo diciendo que ese pasado sigue alimentando el corazón y el espíritu de cuando en cuando.

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