“Mis pensamientos se enredaron cual hebras de queso Oaxaca”, escribe Sergio René de Dios en este cuento
Sergio René de Dios Corona
La mesera dejó la carta con dos menús. Uno, con las comidas del día; otro, con los platillos que preparaban en ese momento, al gusto de los comensales. La lista de opciones me pareció inmensa. Solo que de inmediato me percaté de que las delicias que prometían, con fotografías a colores, no correspondían con su nombre.
En gastronomía, nombre no es identidad. Las enchiladas suizas que vi, ni las conocen en el país europeo; la comida china no es lo que saborean los orientales; la torta cubana es otro invento sacado de la imaginación, pero fuera de la isla del Caribe; los supuestos cortes argentinos resultan ajenos al más carnívoro de las pampas; las enchiladas de mole poblano las imaginé distintas a las que saboreo en Puebla. Todo era un engaño.
—¿Te gusta comer aquí, Ofelia?
—Sí—respondió mi amiga—. ¿No te gustó el lugar, Arturo?
—No es eso, Ofelia, solo que pensé que habría algo original.
—¿Cómo original?
—Que si ofrecían comida china, por ejemplo, fuera realmente de China y no algo distinto.
—Te dije que era un lugar sabroso. Si la comida es o no de donde aseguran, ese es otro boleto. Aquí como seguido, por la amplia variedad de platillos. Si no te agradó el sitio, dime y nos vamos a otro restaurante.
—No, no. Está bien. Me adapto— respondí mentirosamente. Dije lo que no quería decir. Sentí que el estómago me reclamó ante lo que previó yo le echaría encima para digerirlo.
—En serio. Dime. Podemos irnos a otro lado.
—Aquí está bien. Nos quedamos, Ofelia. De nuevo sentí mi falsedad, tan cruda como un bistec mal cocido. Mi amiga captó que yo no estaba siendo honesto. Algo vio en mis respuestas. Hizo una mueca como de enfado, cerró la carta, puso los brazos encima de la mesa, inclinó su cuerpo hacia mí y me miró fijamente.
—Vamos, Arturo. Sé honesto. Dime que no te gusta el lugar y ya. No pasa nada. No hemos pedido ningún platillo, así que podemos irnos.
Hoy pasó lo mismo que hace dos días, en otro restaurante, donde percibió una de mis obesas mentiras, pero no dijo nada. Yo, un galán queriendo hacerla mi novia, buscando complacerla, evitando cualquier confrontación, estaba de nuevo interpelado por Ofelia. Ella, de 28 años, dueña de un taller de artesanías, me miraba esperando una respuesta clara. Yo, de 36, ingeniero de sistemas, diseñador de computadoras, que hurga en las tripas de los ordenadores.
Ofelia directamente me imprecaba y demandaba fuera honesto; eso me cimbró. Lo sentí como una patada en mi trasero, un jalón de orejas, un puñetazo al ego. Reconocer que soy muy quisquilloso para la comida y me fijo hasta en el mínimo detalle de cada platillo frente a mí; apechugar cómo, para decidirme, el olfato me guía más que un menú; o bien, soy capaz de pedir se hagan inusuales o raras combinaciones de guisos; pero cualquier signo de falta de limpieza del restaurante o la mesera, me atosiga; requiero un rato para inclinarme por tal o cual sopa, ensalada, postre o plato fuerte, desesperando al más tranquilo acompañante. Comenzando por mí, irónicamente. Por eso suelo comer solo.
Pero hoy está Ofelia frente a mí, con su lindísima cara y ese pelo suelto medio enmarañado resbalándole por la espalda. Y yo permanezco aquí, también, en este restaurante que bautiza y destaca las comidas como el resto, con nombres sin correspondencia a lo conocido por mí. Yo he viajado lo mismo a Puebla o a Cuba, Suiza, Argentina o a China. ¿Cómo pueden ofrecer una paella valenciana cuando el cocinero o cocinera nunca ha viajado a España, y si fueran comerían lo guisado para los turistas, no las sabrosuras que realmente se disfrutan en los hogares?
—Dime, Arturo. Hombre, la idea es pasarla bien. ¿Nos vamos a otro restaurante?
Debí contestarle que nos fuéramos a otro lugar. Pero mis pensamientos se enredaron cual hebras de queso Oaxaca, sentí mi panza como esa mescolanza de comida a la que llaman “bote”, la garganta la percibí tan seca como un salado bacalao de Cuaresma, y un picante invisible me recordó el chile habanero, que en La Habana ni comen, y se cebó en mi esófago demorando la expresión de cualquier frase.
Cuando salí de mi espasmo mental-estomacal, cual churro emergiendo lentamente de un chocolate, Ofelia había desaparecido.
No Hay Comentarios