Esta delicia nació de la mezcla de la cocina española y la tradición indígena mexicana. Aquí, el relato y la receta
Beatriz Rosette Ramírez
Una mañana, muy temprano, salimos de la mano de mi abuela mi hermana y yo, a las compras para preparar la comida. Ella ya tenía previstos los ingredientes que iba a necesitar para conjugar su magia en un platillo. Nos encaminamos entonces a visitar el mercado de la Merced en la Ciudad de México, a finales de los años sesenta.
Era fascinante internarse en ese mundo mágico no solamente por los colores, sonidos y aromas sino también por las gratas bendiciones que se recibían a lo largo del camino en ese místico lugar. Nuestra gente de antaño, saludaba, bendecía y se trataba con sumo respeto, aunque no se llegara a comprar a ese local. Escuché algunas voces decir: “Que Dios la bendiga, doña Mari” o “que le vaya bien, doña Mariquita” o “que Dios esté con usted”.
La llegada de esos olores, voces e imágenes me llena de recuerdos. Apresurando el paso, la abuela buscaba a su marchanta, la señora Jovita, una divina mujer de tez morena que hablaba “raro” un dialecto, y que traía de su tierra las hierbas de olor o lo que mi abuela llamaba “el centro de la magia”. Sólo a ella le compraba el xoconoxtle, epazote, chile guajillo, así como el chile ancho y una buena porción de masa. Fue hasta ese momento que mi hermosa matriarca nos participa que prepararíamos un mole de olla.
El mole de olla es una delicia nacida de la mezcla de la cocina española y la tradición indígena mexicana. Este caldo se deriva de un guisado llamado “Olla podrida española”, que es una sopa que integra diferentes tipos de carne, verduras y leguminosas. El sincretismo de este platillo dio origen a un plato mestizo, en el que los ingredientes propios de las tierras mexicanas se integran de manera mágica y armónica, para crear otro tipo de caldo, totalmente mexicano.
En nuestra canasta ya habíamos adquirido una variedad de verduras, una porción de carne de res y espinazo de cerdo. Al llegar a casa en el recinto de la cocina se van generando los sonidos clásicos de los utensilios, ollas, cucharas, esa resonancia anunciaba que los sortilegios de mi hermosa matriarca daban inicio.
En tanto que la abuela lava y pone a cocer la carne en un gran perol, añade una cabeza de ajo, una cebolla así como unas cuantas pimientas enteras. Nosotras procedíamos a limpiar y cortan las papas y calabacitas; el xoconoxtle es pelado, se retiran las semillas y se cortan en cuatro; los ejotes tiernos se retiran las puntas y se cortan en líneas gruesas; los chayotes y elotes son rebanados en gruesas rodajas.
Era un ritual de suma importancia para doña María tocar con sus manos los alimentos, creo que de esa manera ella confirmaba la cocción; si era uniforme o si le hacía falta más hervor. Cuando la carne ya había cambiado de color, vertía las verduras para que las carnes y las hortalizas se cocieran juntas, mezclando sus sabores.
Paralelamente se desvenan y se ponen a hervir los tipos de chiles (que yo siempre los vi iguales). Al suavizarlos con el fuego y un poco de agua, son depositados en el tradicional metate junto con los ajos, para ser molidos. Una vez hecha esta trituración los fusiona en un poco de caldo que ha sacado de la olla, donde se cuece la carne.
En el pocillo favorito de mi adorada cocinera, pone a enfriar otra porción de caldo, para diluir la masa, a base de movimientos circulares con un tenedor y mucha, mucha paciencia, hasta que no haya un solo grumo, y convirtiéndolo en algo parecido a un atole.
Los olores y vapores invadían la cocina. A la vista las carnes y vegetales ya habían cambiado de color; al tacto, los componentes del caldo están suaves, el sabor se amalgama como una pócima encantada que seducirá cualquier paladar. Es justo el momento de verter la mezcla de chiles molidos, el caldo de masa y el oloroso epazote junto con unos cuadros de consomé de pollo y una porción de sal y tal vez algunos polvos mágicos. Enseguida tapa nuevamente el perol y lo deja un largo rato en una ebullición a fuego lento, dando el tiempo preciso para que el cocimiento fuera homogéneo.
El tiempo se iba volando en la cocina de la abuela. El reloj sonaba marcando las campanas las 2 de la tarde, la hora de comida. Apresurada, mi viejita pone en la mesa un espléndido mantel blanco de lino, al centro un jarrón con flores blancas preferidas de esa casa, alrededor vasos, cubiertos, copas para el digestivo, una jarra de agua de arroz con canela, tazas para el café con piloncillo. Todo estaba a puesto a las dos y cuarto que llegaban sus comensales. Ante una mesa con todo ese ceremonial, con curiosidad interrogo a mi abuelita: ¿Quién viene, vamos a tener fiesta? Sin disimular su sonrisa me contesta: “la hora de comida siempre será una fiesta”.
La alquimia de la abuela lugar donde convergen verduras, hortalizas, carnes, amor incondicional, tacto, olores, sabores, vista grata, mezclando el infinito deseo de complacer a quienes acuden a su fiesta en el ritual de la comida.
Suena un adagio que reza “a darle que es mole de olla”.
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