Tal vez nuestro amor por la comida viene de las madres que convirtieron la alegría en un pastel y la enfermedad en un caldo de pollo
Patricia Bañuelos / Oaxaca
No hay nada que represente mejor el amor de una madre que la hora de la comida. El momento de compartir y disfrutar los alimentos ha sido parte de un ritual ancestral que tal vez esté a punto de desaparecer. Los horarios de trabajo y la prisa con que todo se vive, nos alejan cada vez más de esos momentos. Hoy nos alimentamos a través de ese cordón umbilical invisible que nos une al teléfono celular y nos deja en el ayuno de esa convivencia mágica.
No hace mucho tiempo, al menos así me parece, la hora de la comida era el gran momento que mamá protagonizaba todos los días, para muchos de nosotros las comidas en familia son motivo de añoranza, las costumbres pueden cambiar mucho de una casa a otra, pero la actriz principal es la misma, si hasta parece que todas las madres hablaban un mismo idioma y con el mismo tono.
Las madres de antaño tuvieron la gracia, no sólo de hacer rendir el presupuesto para alimentarnos de la mejor manera, sino que sabían que de una buena alimentación no podía derivar otra cosa que no fuera una buena salud.
Si pese a eso la salud fallaba, entonces aprovechaban la alimentación para recuperarla. Gracias a sus cuidados sabemos que un bistec cura el ojo morado; un clavo de olor, el dolor de muela; y el té de hierbabuena puede calmar un cólico.
Además, tenemos la certeza de que si te comes un chicle se te pegan las tripas y si te comes semillas, o las metes por salva sea la parte, seguro te brotará un árbol. ¿Para qué era el aceite de hígado de bacalao?, eso nunca lo supimos; lo único seguro era que si lo escupías, te lo daban doble.
La sabiduría medicinal de las madres llegó a ser tan grande, que cuando todos los recursos fallaron siempre podían recurrir a la panacea: sana, sana, colita de rana, si no sanas hoy, sanarás mañana…
Ya sea en el comedor principal o en la mesita de la cocina, la hora de los sagrados alimentos solía ser una oportunidad de enseñar a los críos urbanidad y buenos modales. Con mucha ternura recuerdo todos esos ¡siéntate bien!, ¡baja las patas de la mesa!, ¡quiero ver ese plato limpio! ¿Y el tenedor esta de adorno o qué? ¡No hables con la boca llena!
Si fuiste malo para comer podían optar por la represión o la culpa: ¿Te lo comes o te lo pongo de sombrero? Es pecado desperdiciar la comida, hay muchos niños que no tienen nada que comer. ¡Se comen lo que hay que aquí no es restaurante!, no te levantas hasta que termines, no lo hice para tirarlo a la basura. ¡No te lo comas, total, el que se va a quedar chaparro eres tú!
Por el contrario, si los chamacos eran de buen diente, entonces el sarcasmo funcionaba mejor: ¡Comes como pelón de hospicio! ¡Ay pero si hasta parece que te tenían amarrado! ¿Todo eso te vas a comer? ¡Eso es de tu hermano, tú come otra cosa!
Para algunos puede ser difícil de creer, pero esto está muy lejos de ser una queja, al contrario, es una manera de agradecer a quien nos dio la vida y no conforme con eso, nos alimentó con amor y dedicación, además, tuvo a bien enderezarnos y llevarnos por el camino del bien, a jalones de repente pero bueno, la intención es la que cuenta. Juro por mi madre que no hubo daño irreversible, que no necesité terapia para superar esto, porque ¿quién querría superar lo mejor de su vida?
Tal vez nuestro amor por la comida, viene de todas esas madres que se volvieron comestibles, de aquellas que impregnaron la casa de felicidad con el olor a pan recién horneado y café por las mañanas. Las que convirtieron la alegría en un pastel de cumpleaños y la enfermedad en un caldo de pollo. Por el placer de un momento en su mesa, sabemos el valor de un recalentado y agradecemos en el alma aquello de: se traen su “tupper” para que se lleven lo que sobre. No hay manera de saciarse de un amor así.
¡Gracias Mamá!
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