Para un viernes de duelo en casa de mi querida matriarca se elaboraban tortitas de atún
Beatriz Rosette Ramírez
Las abuelas vigilaban que se cumpliera cabalmente el rigor que dictaba la abstinencia de la Cuaresma. Esto implicaba hace algunas décadas, no solamente evitar la ingesta de carne; incluía preparar la comida para ese ciclo con verduras y legumbres. Era el tiempo de penitencia antes de la Pascua, en “memoria de los cuarenta días de ayunó de Jesucristo en el desierto”, explicaba mi Abue en relación con este cambio abrupto en la mesa de la familia. Y como buena matriarca, lo ejecutaba sin consultar previamente a sus comensales.
Cuando era niña pregunté si eso ayudaba a papá Dios; doña María respondió que no, que se trataba de una disciplina que contribuía a templar el carácter, y a estar preparados para posiblemente enfrentar hambre en situaciones difíciles. Creo que esa respuesta fue de lo más significativa para mí.
En resumidas cuentas, la cocina de mi abuela siempre fue suculentamente rica en todas las épocas del año; para un viernes de duelo en casa de mi querida matriarca se elaboraban tortitas de atún.
Para ello nos dimos a la tarea de ir de compras. Lo primero que llegó a la canasta fueron seis latas de atún en agua, tres huevos, una cebolla, polvo de ajo, pan molido, queso para fundir y hojas de albahaca.
También adquirimos un manojo de espinacas, una lechuga orejona, jitomates, otra cebolla, aguacate, dos limones, y seis huevos más; esto último para el acompañamiento del platillo o guarnición.
En el camino mi viejita echó a la canasta una piña, para el agua fresca. Doña María traía en el radar todo lo que necesitaba.
Tras abrir las latas para extraer el atún, ralló el queso, agregó el pan molido; lavó y picó finamente la albahaca y la cebolla; agregó los huevos, y antes de mezclar añadió polvo de ajo y un poco de pimienta negra que guardaba en su alacena.
Con la suma de todo esto elaboró una especie de masa. Como era su costumbre tocaba y bendecía los alimentos.
Tomó porciones pequeñas, haciendo bolitas que fue aplanando con sus manos, hasta dejarlas alargadas y no muy delgadas. Nos dio esa primera muestra, para que mi hermana y yo las hiciéramos.
Era divertido preparar ese amasijo. En un segundo momento, vertió una porción de aceite en uno de sus sartenes preferidos. Una vez caliente el aceite, llevó las aplanadas bolitas a cocer.
Con la severidad del fuego mediano fueron tomando un tono dorado, eso indicaba que ya estaban listas. Enseguida procuraba escurrirlas para sacar el mayor aceite posible.
La ensalada
En otro momento, en el finito universo de la estufa, puso a cocer seis huevos. En tanto, lavaba los jitomates, lechugas, espinacas. Acomodó las hojas de las hortalizas para rasgarlas con las manos, luego cortó, con su cuchillo de sierra los redondo jitomates en rodajas delgadas, así como las cebollas.
Su mirada rastreó los aguacates para quitarles la cascara y partirlos en cuadritos. Una vez enfriados los huevos ejecutó el mismo procedimiento, los despojó del cascaron para partirlo también en cuadros.
En un perol de cristal depositó las verduras y los huevos, antes de mezclarlos agregó un chorro de vinagre blanco, ajo en polvo, pimienta y sal junto con el jugo de los limones. Los movió suavemente para que las porciones conformaran una mixtura homogénea. Así estaba lista la guarnición para su comida.
En el último momento quitó la cáscara a la piña para llevarla en trozos pequeños a la licuadora, junto con unas hojas de espinacas. Su jarra de cuatro litros ya estaba con suficiente agua para llevar ahí este licuado y preparar su agua fresca.
Fue toda una mañana de aprendizaje con la abuela. Con la suma de todos estos aprendizajes legados, hoy organizo una comida de Cuaresma, a la usanza y costumbre de la sabia abuela.
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