Análogas a nuestras manos, estas partes de las aves ya no se consiguen en los supermercados
Juan Carlos Núñez Bustillos
Las patas de pollo desaparecieron hace tiempo de los estantes de los supermercados. El ave se presenta ya desplumada y desmembrada. Si cabeza, sin vísceras, sin piel y sin patas. Como si las pechugas o los muslos fueran cosas en sí mismas y no parte de un animal que fue sacrificado para nosotros. Así se evitan las “caras de fuchi” y quizá también nos ahorremos algún sentimiento de culpa.
Qué diferencia de aquellos expendios en los que incluso se elegía el pollo vivo y las señoras, diestras con el machete, se encargaban de matar y desplumar con habilidad asombrosa. En los pequeños expendios, casi siempre casas particulares, pendía un pequeño letrero con la leyenda: “Pollo recién matado”.
Y ahí estaban los pollos muertos, con su mirada perdida y alguna plumilla todavía en el cuerpo. Y sabíamos que era un animal cuyo sacrificio se convertiría en alimento y placer para nosotros. Tal vez por eso agradecíamos más cuando lo comíamos, porque lo veíamos como un ser y no solamente como una mercancía.
Quizá por eso también, en aquella época no parecía tan “salvaje” como ahora, comerse el pollo con sus patas, su pescuezo y sus vísceras.
Afortunadamente todavía hay en los mercados y tianguis pollos que sí parecen pollos. Y ahí sí se consiguen las mollejas, las vísceras y las patas.
A mí me encanta el caldo de pollo con su patita. Me parece que esos deditos, además de darle, literalmente, sabor al caldo, es una de las piezas con más sabor.
La patita de pollo es, en esos casos, la culminación del banquete que comienza cuando el humeante caldo se sazona con limón y chile. La reconfortante preparación se va disfrutando poco a poco. Si quien lo preparó sabe cocinar habrá dejado las verduras en su punto. Una tortilla, de preferencia recién hecha, es el complemento ideal.
Y entre bocado y bocado, se derrama una cucharada de caldo sobre la pata para mantener su temperatura. Finalmente se toma con la mano y se disfruta también sin prisas, falange por falange. Y se aprende algo de anatomía al ver cómo funcionan los ligamentos mientras los vamos engullendo.
Hay que procurar tener cerca un lugar para lavarse las manos en cuanto termine el banquete. Las servilletas nos son tan recomendables porque se pegan en los dedos.
Al final quedará en el plato el hueso principal limpísimo, un montón de huesecillos a su alrededor, la alegría del comensal y el agradecimiento a ese pollo en específico por habernos alimentado.
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