“Nadie decía nada, volteábamos a ver los trozos de pan que habíamos arrancado; nos sentíamos como cuando te agarran con las manos en la masa”
Victoria Infante / Los Ángeles
En casi todas las familias que conozco hay tías solteronas. La mía no fue la excepción, y por ambos lados abundaron. Olvídense de que fueran como ahora son mis hermanas, las que no están casadas o que no tienen hijos, con sus sobrinos.
Mis tías eran terroríficas; cuando éramos chicos, les teníamos pavor mis hermanos y yo. Eran regañonas, juzgonas, fisgonas, tacañas, cizañosas y tenían a sobrinos favoritos que, por supuesto, no éramos nosotros. ¡Ah, pero eso sí, muy persignadas!
Esto viene al caso porque con una de ellas vivimos una situación bastante cómica. Es algo que hasta la fecha recordamos con mucho humor mis hermanos y yo.
Ella, que se llamaba Josefina y a quien le decíamos de cariño tía Fina, vivía en Los Ángeles, y en una ocasión, cuando yo todavía vivía en Guadalajara, fue a visitarnos.
El convivio fue algo accidentado porque era la primera vez en casi 30 años que la tía pisaba su terruño, y la primera vez que convivía con unos sobrinos a los que conocía solo por las fotos que mi papá le llevaba cuando la visitaba en California. Éramos prácticamente unos desconocidos para ella, y ella para nosotros.
Una noche, estábamos varios de mis hermanos y yo sentados alrededor de la mesa; era la hora de la merienda. La tía había traído pan, y luego de extenderlo en una charola, todos empezamos a tomar las piezas y a arrancarles pedazos. De repente oímos un grito desaforado que a todos nos dejó mudos: “¡No pellizquen el pan!”. Era la tía, que parecía maestra regañando a sus alumnos de kínder.
Hubo una pausa en el comedor. Nadie decía nada, y todos volteábamos a ver los trozos de pan que habíamos arrancado; nos sentíamos, literalmente, como cuando te agarran con las manos en la masa.
Entonces, tomé aire, me envalentoné y le dije: “Lo siento, tía, pero esta es una costumbre que hemos tenido en esta casa desde hace mucho tiempo y tú no vas a venir a quitarla en un día”. Acto seguido, todos seguimos comiendo y pellizcando el pan como siempre.
Y así fue. Nunca hemos podido –y ni pretendemos– quitarnos esa maña en casa, una maña que cruzó la frontera con nosotros porque acá en Los Ángeles lo seguimos haciendo. ¿Tiene algo de malo? No, al contrario; yo lo veo como una ventaja porque te permite degustar un trozo de todos los panes que te gustan sin tener que comerte las piezas enteras.
Eso sí, una de las reglas era no morderlos. A nadie le gustaba comerse las babas de otros. Tampoco podías quitarle los adornitos y dejar el resto pelón porque entonces nadie se comería una pieza así.
La pobre tía se fue de este mundo sin poder quitarnos la costumbre, quizá la más mala costumbre que tenemos en la familia, pero eso sí, la más sabrosa.
No hay comentarios