Este cremoso plato que combina tres nutritivas verduras es un excelente acompañamiento para un filete de pescado
Por: Beatriz Rosette Ramírez
Caminar por el mercado y observar la blanca coliflor envuelta en sus opacas hojas verdes, equivale para algunos abrir un recuerdo de infancia, con aquella expresión para referirnos a ella como los “arbolitos blancos”. Para nuestras matriarcas el concepto era simple, “flor de coliflor”.
Seguro es que no siempre ésta era de sabor grato, incluso desde su cocimiento. Mi madre decía que había que darle un “buen toque” para que los niños lo comieran, ya que era de alta nutrición para el desarrollo. Nuestra madres y abuelas se caracterizaban por su sencillez y sabiduría y quizás inferían que la coliflor contiene una impresionante variedad de nutrientes, incluyendo vitaminas, minerales, antioxidantes.
Otro vegetal que no faltaba en nuestra dieta sin duda era la papa. Verdaderamente significativa en la mesa de muchos de nosotros. La mezcla de papa y coliflor aporta vitaminas B5, B6, vitamina C y ácido fólico, además de beneficiar el funcionamiento del aparato digestivo, y ayudar a la conversión de los alimentos en energía.
Esta guarnición es un excelente acompañamiento para un filete de pescado, o cuando menos así son mis recuerdos.
Lavar las verduras como lo hacía mi abuela, casi bendiciendo los alimentos antes de prepararlos, era todo un ritual; escuchar ese murmullo me llenaba de admiración y respeto. Rito que seguramente aprendió mamá y que yo aún conservo.
En las manos de mi viejita las papas cambray brincaban como pelotitas; deshojar el ramillete de coliflor y fraccionarlo en ramitos o “palmitos” como ella los llamaba, resultaba divertido. De manera equitativa medía 2 tazas de coliflor y 2 tazas de papas partidas a la mitad, las ponía en cocción en medio litro de agua alrededor de unos 25 minutos.
En la cocina pasa el tiempo sin pausas. En la charla con la familia estaba al pendiente del primer hervor, para colocarle un generoso chorro de vinagre de manzana, entonces bajaba el fuego de aquella vieja estufa Mabe blanca de cuatro quemadores y lo dejaba unos minutos más para sacar el pocillo del fogón.
Ya tenía preparada una cuchara de mantequilla, una charada de harina, así como ½ taza de leche evaporada de Carnation clavel, también ½ taza de queso crema, y ½ taza de champiñones en rodajas “Herdez” perfectamente escurridos.
Tocar los alimentos con las manos también era un hábito de la abuela; las hortalizas debían mantener una consistencia blanda. Mientras el viejo pocillo reposaba cubierto, era testigo de las charlas de las mujercitas que con mamá asistíamos en la cocina.
Pasados unos 15 minutos los escurría en su coladera roja, cómplice de sus alquimias.
En la escena aparecía aquella cacerola amarilla, utensilio también favorito de mi doña Anita, en ella se derretía a fuego lento la mantequilla. Poco a poco se desvanecía dejando un rastro amarillo y ahí agregaba la harina, con mucha paciencia, y seguramente una buena dosis de amor por sus comensales, removía de derecha a izquierda sin perder el ritmo. Cuando aquello tenía una consistencia casi espesa añadía la leche Clavel y seguía agitando amorosamente hasta el punto de que la mezcla hervía y se volvía pastosa. Entonces agregaba el queso crema en esos círculos infinitos y esperaba pacientemente hasta que tomará una forma homogénea, casi de color beige. Era tiempo de depositar pimienta molida, ajo en polvo, los champiñones y por supuesto los anfitriones, los palmitos de coliflor y las papas cambray.
Los servía en una cama de hojas de lechuga orejona, acompañando a un filete de pescado al mojo de ajo. Sentarnos a la mesa con estas delicias culinarias que derrochaban amor para sus nueve hijos, siempre era una fiesta.
¡Buen provecho!
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