En el Ex Conveto del Carmen los pueblos ondearon su bandera gastronómica en el segundo Festival Sabores y Colores de Jalisco
Elba Castro
Es el centro de Guadalajara en una tarde destellante de verano. A la hora en la que podemos atender con curiosidad e interés una actividad que llene nuestros sentidos y nos seduzca. El arte, la comida y la cultura local son convocadas en el ex-convento del Carmen.
Es la segunda muestra gastronómica de Jalisco, que los organizadores, la Secretaría de Cultura de Jalisco a través del Museo de las Artes Populares han titulado: “Festival Sabores y Colores de Jalisco” y que se realizó del 10 al 13 de agosto de 2017.
Hay 19 puestos, modestos pero que presumen la selección de platillos y bebidas de 17 municipios (Amacueca, Atengo, Atotonilco, Chapala, Cocula, Concepción de Buenos Aires, Ixtlahuacán de los Membrillos, La Manzanilla de la Paz, Magdalena, San Martín Hidalgo, Sayula, Talpa de Ayende, Tecalitlán, Tecolotlán, Tenamaxtlán, Tuxpan, Zapotlán en Grande (Ciudad Guzmán).
Llegamos a desayunar, aunque ya el mediodía nos pisaba los talones, así que el hambre como la algarabía del centro se incrementaban.
Al fin, ya en el patio, cruzamos sus rejas en las que estaba una bocina de pie por medio de la que se invitaba a los caminantes a saborear algunos de los platillos que habían viajado desde lejos hasta el centro de Guadalajara.
Como en una kermese, los puestos estaban distribuidos a lo largo de los arcos del patio, en una rica sombra. Al centro, los árboles de naranjo y algunas mesas y bancas de madera. El empedrado limpísimo todo el tiempo.
Era difícil decidir. Nos debatíamos entre recorrer todo el sitio para ver qué desayunar o bien iniciar ya con algunas quesadillas y enchiladas o bien natillas con granola que estaban en un extremo, después de los moles.
En la indecisión nos ganó el cuerpo. Cada quién comenzó a pedir en el puesto que seleccionó. Juan Carlos comenzó con sopes delgadísimos confeccionados con un mole dulzón que encantaría al paladar más exigente (receta de la Manzanilla de la Paz) y yo con la natilla (de la sierra), después lo alcancé y no me pude resistir a una tostada de cueritos de Atotonilco. Fuimos invitados con mucha generosidad por quienes atendían ese puesto. Nos sirvieron agua de lima deliciosa (que abunda en aquellos vergeles).
Cuando di la primera mordida a aquella tostada me di cuenta que había una historia interesante en su elaboración. En efecto, me comentó la sonriente cocinera. La tostada está hecha por una familia de una comunidad de Atotonilco que las elabora desde la preparación del nixtamal y por eso salen de forma y sabor tan especial.
Aquella combinación de ingredientes hechos artesanalmente y con generosidad en la calidad, daba por resultado un verdadero platillo, sin necesidad de exagerar. Pero poco a poco fueron llegando más confecciones de este puesto, enchiladas blandas y doradas para que las probáramos. La dueña del puesto, al modo de las abuelas, no dejaba de sonreír e invitarnos a saborear su sazón, mientras nos veía el gusto que teníamos al comer sus preparaciones.
Al fin terminamos la faena en el puesto, pero no el municipio. La sorpresa fue más bien que encontramos productos que en Atotonilco comienzan a despuntar iniciativas de jóvenes con el gusto renovado de los sabores y productos tradicionales. Hallamos cerveza artesanal, la marca Jade con más de cinco variedades, que sin timidez puede competir por el gusto de buenos bebedores en el país y fuera de él. Otra vez, no exagero. También estaba envasado el jugo de toronja para hacer bebidas con el tradicional tequila de la región de Los Altos. Desde luego, nos llevamos un galón. También renovamos la dotación de miel que produce Felipe de Jesús Vázquez de la comunidad de San Francisco de Asís, Atotonilco.
Así entraron a nuestras bolsas decenas de productos. No fui consciente de cómo nos veían, los comerciantes desfilar a decenas de urbanitas que no paraban de llegar en grupos de familias, hasta que al comprar crema de Atengo, un comerciante nos dijo “ya vi que ustedes vienen a surtirse aquí porque saben que en la ciudad no pueden encontrar estas cosas de rancho ¿verdad?”. No sólo tenía razón, sino que sabía que había clavado una bandera de conquista en la ciudad que hacía ondear el campo mexicano en ella. Me dio gusto que así fuera, aunque no pude evitar sentir cierto pesar de mí y de esta ciudad.
Luego llegamos a una mesa larga que compartían unas salerosas mujeres de edad sazona de Concepción de Buenos Aires. No dejaban ir a nadie. A esas alturas ya llevábamos las manos llenas y sin poder un cacahuate más… saben que no me gusta exagerar. Así era. Pensé, ya no podemos más y ya no comeremos más y no compraremos más sólo será caminar para salir. Pero no.
Ellas, entre otros productos, cocinaban en un anafre una olla enorme, que de vez en cuando abrían para ponerle verduras y olía tan exquisito como distinto a lo tradicionalmente conocido. ¿Qué es lo que cocinan? Preguntó Juan Carlos. Uy, la pregunta causó revuelo entre todas, ¡es carne con pulque!
Y una de ellas reveló ¡es bote!…
–¡Ah, bote!- dijo Juan -¿le falta mucho?-.
-Ay no- pensé- ¿Y cómo nos lo llevaremos? Mientras yo ya tenía una charola de dulces de leche para probar… bueno, sólo uno, dije. Tomé un pellizquito de borrachito y olvidé que me había saciado. Una verdadera magia química que opera en el cuerpo. Pero ya no había manera de llevar un bulto más. Juan Carlos, con entusiasmo del encuentro con estos sabores y cocineras/os que hacen palpar la riqueza de este estado, resolvió que podíamos dejar en el carro los bultos y traer un recipiente para el bote, el último platillo que llevaríamos.
Unos metros más adelante rompió su propósito y yo, totalmente indefensa a un suculeto aroma de coaxala o coachala de Tuxpan, con taquitos de la estación, me convencí de la necesaria segunda vuelta, que desde luego hicimos al Ex convento.
Si alguien está sospechando del presupuesto con el que se debe preparar para ir a esta muestra gastronómica, sólo puedo decirle que los precios son mucho menores a los que se acostumbran en esta ciudad. Nos encontramos a una mujer que confesó, muy sonriente por cierto, que era el tercer día que iba a comer ahí y que todos los días había salido como “la chinche”, llena y contenta. Era una mujer sencilla, que caminaba por los 60 años y totalmente convencida de que esa muestra le daba, como a nosotros, alimento para el cuerpo y para el alma, conversaciones y encuentros.
Gracias a la Secretaría de Cultura y al Museo de las Artes Populares por este esfuerzo por hacernos más parientes a esta multitud de habitantes del estado que somos.
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