Esta es la crónica de un breve e intenso viaje a la población alteña en el que pudimos gozar de su gastronomía y de su arte
Juan Carlos Núñez Bustillos
Después de un intenso y emotivo día de recorrido cultural por Arandas, Jalisco, llegamos al atardecer al rancho El Ocote donde nos acogió la generosidad de la familia Muñoz Rodríguez. Una pequeña milpa sembrada con maíz, chilacayota y tomate nos daba la bienvenida y era el simbólico preludio de lo que vendría luego: una elotada alrededor de la fogata y un delicioso desayuno ranchero al día siguiente.
Mientras el grupo de visitantes nos distribuíamos en las cabañas que amablemente nos cedieron las hijas y los hijos de doña Teresa Rodríguez, matriarca de la familia, los anfitriones comenzaban a encender el fuego y alistaban los elotes.
Pablo Muñoz Rodríguez, destacado médico, historiador e impulsor de la cultura arandense, y la promotora cultural Yuri Rosales, organizaron el viaje que convocó a un grupo de periodistas y amigos. Al oscurecer nos reunimos alrededor del fuego donde el verdor de las tiernas hojas de los elotes contrastaba con el intenso rojo de las brasas.
Elotes y tamales
Luis Alonso Muñoz, multicampeón nacional de charrería, comandaba la tatema de elotes. “Primero se echan al fuego para que se cuezan en sus mismas hojas”, nos explicó mientras pelaba una mazorca y nos mostraba los humeantes y tiernos granos. Después la ‘bautizó’ con agua salada que esparcía con hojas del propio maíz y la colocó luego en el asador.
Era apenas el inicio del banquete. Mientras Alonso contaba divertidas anécdotas, sus hermanas acercaban las ollas de tamales. Había salados y dulces. Tere Muñoz nos explicó que los primeros eran de carne de cerdo con calabacitas, especialidad de la familia creada a sugerencia del doctor Pablo.
Los tamales dulces, también exquisitos, son muy especiales porque están elaborados con piña y biznaga, aunque como éste último ingrediente está en peligro de extinción se puede preparar con chilacayota. Unos y otros estaban deliciosos.
Para beber se ofreció un delicioso y espeso champurrado y café de olla preparado con chocolate y canela. Además, había refrescos y el infaltable tequila de Arandas.
Un joven de sombrero y camisa de cuadros irrumpió de pronto jineteando un pequeño caballo que bailó con maestría alrededor de la fogata.
“Lupo” inició la guitarreada y “Lupillo” Ramírez, arandense universitario radicado en Guadalajara, le hizo segunda. Pronto las canciones rancheras unieron en una sola voz a quienes nos acabábamos de conocer.
Más estrechos se hicieron los lazos cuando el doctor Pablo organizó un divertido juego con enormes dados para rifar una espléndida botella de Tequila Ocho, decorada con arte wixárika, que había adquirido en la tequilera que habíamos visitado horas antes.
Cerca de la media noche, cuando el frío alteño comenzaba a hacerse notar, nos retiramos a descansar. El aire puro, el olor a campo y la luna creciente difuminada por gruesos nubarrones, nos acompañaron hasta la cabaña.
La girola y los helados
Habíamos llegado a Arandas a las once de la mañana para visitar el templo de San José Obrero, una notable edificación neogótica. Aunque la primera piedra se colocó 1879, fue en 1937 cuando se aprobó el nuevo proyecto, a cargo del destacado arquitecto Ignacio Díaz Morales, que imprimió al templo su fisonomía actual.
En el año 2008 se retomó la construcción de la girola, la nave que circunda el altar mayor. Contará un bautisterio y una capilla dedicada a San Judas Tadeo. Los doce vitrales se dedicarán a los mártires cristeros. Actualmente se hacen pruebas para que cuenten con iluminación propia.
El edificio cuenta con diversas características que lo hacen único. Es el templo neogótico de una nave más alto del mundo. Su rosetón (la ventana circular en la fachada) mide más de ocho metros y es el mayor del país. Su famosa campana, que pesa 14,985 kilos y tiene un badajo de más de media tonelada, es también la más grande de México.
El médico oftalmólogo, Pablo Muñoz es una de las personas que mejor conoce esta iglesia. Es autor de diversas publicaciones sobre el edificio y forma parte del grupo que impulsa los trabajos para concluirla.
Luego de subir los 79 escalones del estrecho caracol de cantera llegamos al rosetón. Cruzar el angosto pasadizo volado para admirarlo de cerca y gozar desde ahí el interior del templo fue una experiencia no apta para quien teme a las alturas.
No era el último reto, había que ascender por una espiral de metal otros 62 escalones para llegar al campanario. La adrenalina seguía aumentando al cruzar de una torre a otra por un puentecillo de fierro.
Valió la pena. Contemplar el templo desde el rosetón y la ciudad con su enorme plaza desde el campanario; y sentir en el cuerpo el repique de las campanadas de la misa de doce que nos alcanzó en la torre, fue una vivencia única e inolvidable.
La campana
Una vez en el suelo visitamos el campanil del que pende la famosísima campana de Arandas que ha inspirado tantos relatos y leyendas.
En eso estábamos cuando pasó el carrito verde de las nieves “Torres”. Nuestros amigos de Arandas nos comentaron que forman parte de las delicias tradicionales, así que no desaprovechamos. El más solicitado fue el helado de guayaba, no de agua, sino de leche. Los trocitos del fruto rosa entreverados con el cremoso dulce daban cuenta de su autenticidad.
Regresamos a la oficina del doctor Muñoz para conocer más sobre el templo y su proceso construcción. En el camino, el abogado Alejandro López Aguayo, otro destacado arandense y yo, pasamos por un expendio de tortillas de harina. El aroma que emanaban impidió que siguiéramos. Nos detuvimos para comernos una recién hechecita, nomás por no dejar.
La tequilera
Mientras saboreábamos una botanita de cacahuates, papitas, gomitas enchiladas y algunos otros chuchulucos, vimos un video que explica las características de las construcciones góticas y conocimos detalles del proyecto.
Luego, nos trasladamos nuevamente al templo. Esta vez por la parte posterior para ver los avances en la construcción de la girola. Justo atrás de la obra hay una pequeña plaza llena de puestecitos que ofrecen tortas, tacos y mariscos. Los lugareños se arremolinaban a su alrededor, señal inequívoca de su calidad. Así que habrá que volver para saborear esas ricuras.
Tras admirar las enormes columnas que se alzan para soportar las nuevas bóvedas, salimos de la ciudad para llegar al restaurante Ocho Agaves, de Tequila Ocho. Con la vista del templo de San José Obrero a la distancia y de los campos de agaves cultivados sobre la roja tierra alteña, disfrutamos deliciosos platillos a la carta.
Yo me incliné por unas deliciosas costillas de cerdo que de tan suaves se deshacían. Mis vecinas en la mesa pidieron chamorro y salmón. Riquísimo todo.
Una tarde de emociones
Llegamos a la hacienda El Ocote al atardecer. La milpa ya con elotes y la chilacayota con sus frutos, contrastaban con la moderna construcción de ladrillo aparente y estructuras de metal negro. En su interior nos esperaban más sorpresas.
Eran dos exposiciones de la pintora arandense Evangelina García Gutiérrez. Una, en gran formato, muestra diosas de diversas partes del mundo. La otra, que se titula “Las vírgenes golpeadas”, está compuesta por impactantes imágenes de diversas advocaciones de María como víctimas de la violencia machista.
La autora, que estaba presente, nos contó que ella misma la padeció. “Es una protesta contra la violencia. Quiero que las mujeres que sufren esta situación sientan a la Virgen cerca de ellas, no como una imagen lejana llena de joyas y vestidos preciosos. A veces nos quedamos calladas por miedo, pero es importante mostrar este problema y buscar la ayuda de otras personas para salir de este infierno”.
En la galería, Don Pedro Ramírez, espléndido pianista conocido en Arandas como “Pedro el Cantor”, nos deleitó con diversas piezas mexicanas y clásicas. Algunos de los presentes fueron sus alumnos de música cuando cursaron la secundaria. Fue un entrañable reencuentro del profesor con sus pupilos.
Cuando el maestro Pedro se retiró nos trasladamos a la casona central de la hacienda para apreciar otra exposición de pintura, la de doña Teresa Rodríguez, alumna de Evangelina.
Paisajes del rancho, escenas campiranas, diversas imágenes religiosas y algunas de su esposo, don J. Guadalupe Muñoz Jiménez, llenan las paredes de varias habitaciones y del comedor en el que a la mañana siguiente nos deleitaríamos con una rica variedad de sabrosos platillos rancheros.
En un pequeño patio de la casa hay un mural que pintaron Teresa y la maestra Evangelina. Cubre dos paredes. Ahí está plasmada una parte significativa de la historia de la familia Muñoz Rodríguez. Doña Tere, bajo un árbol, muele la masa en el metate para preparar las tortillas. “Es de cuando acompañaba a mi esposo al campo. Yo traía mi trenza larga y ahí mismo torteaba”.
Cada hija y cada hijo aparece con un momento significativo de su infancia. Entre risas, doña Tere va desgranando las anécdotas. En una esquina resalta un chapaturrín (pyrocephalus rubinus), un pajarito rojinegro muy significativo para la familia pues evoca a la presencia de don Guadalupe. Dos lunas acompañan al ave, la de la pintura y un poco más arriba, la del cielo que nos acompañaría a la fogata.
El desayuno
Flores silvestres, blancas, amarillas, moradas y anaranjadas marcan los caminos que van de las cabañas a la casa de doña Tere. Un trío de burros y dos perros daban los buenos días a los visitantes.
El jardín de la entrada está también lleno de floridas plantas que cultiva la señora. En su cocina una espléndida colección de orquídeas florecientes da cuenta del cariño y la “buena mano” con que las cuida.
El comedor fue previsto para albergar a la extensa familia Muñoz Rodríguez. Nos acomodamos en la enorme mesa de madera para disfrutar del delicioso desayuno ranchero.
En el comal las tortillas se inflaban, una tras otra. Los amables anfitriones las acercaban a la mesa donde humeaban las cazuelas de frijoles y de sopa de elote, elaborada con tiernos granos de maíz sancochados en manteca.
Doña Tere explicó que la sopa “no lleva nada más que el elote; ni jitomate, ni cebolla, porque el chiste es el sabor del maíz”. Aderezada con una salsa de tomatillo y chile resultó una maravilla.
El jocoque, el queso y la crema no podían faltar en una región famosa por la calidad de sus lácteos. Las tortillas, blanditas y doradas, seguían llegando y volaban. Las devoramos en forma de tacos y quesadillas. También, sopeadas en el jocoque sobre el que habíamos espolvoreado un chile de árbol.
De beber nos ofrecieron café, chocolate en agua, avena y té de aceitilla. La avena tenía un sutil sabor cítrico. Doña Tere nos contó que se lo aportan algunas hojas de limón que añade a la preparación.
También nos contó que la aceitilla es una flor silvestre que, además de sabrosa, tiene propiedades medicinales. Ella misma colectó las flores en el campo y las puso a secar. “Estoy hay que hacerlo pronto para que no se echen a perder con la humedad. Después ya se puede hacer el té, se le pone nomás un puñito”.
La sobremesa se prolongó con la apasionada conversación entre admirables colegas periodistas y grandes amigos a quienes el trajín cotidiano nos impide encontrarnos con mayor frecuencia. Diluido en el café, el rompope arandense que “Lupillo” Ramírez llevó, animaba aún más la plática.
Vino después el postre. Un riquísimo pan de elote horneado en casa para celebrar el cumpleaños de Tere hija.
No había mejor manera de terminar aquel maratón de maravillas gastronómicas elaboradas con productos locales de la mejor calidad; auténticos, sencillos y sin pretensiones. Ingredientes que cultivados y procesados con devoción, preparados con maestría y ofrecidos con generosidad hacen que resulte imposible describir con exactitud los sabores, los olores y las sensaciones de las exquisitas preparaciones.
Las palabras tampoco alcanzan para agradecer la hospitalidad que nos permitió conocer parte de la cultura y de las delicias de Arandas.
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