Primer plato

La receta mágica de mi tía Ferrel

Con un sencillo dulce de cacahuate la amorosa repostera nos enseñó, a un puño de niños, mucho más que a preparar una golosina

Juan Carlos Núñez Bustillos

Bolitas de crema de cacahuate. Foto: JCN

Al caer la tarde, el delicioso aroma entraba sutilmente por las ventanas de nuestra casa y nos alborotaba el antojo. Provenía del horno de mi tía Ferrel, nuestra vecina. Como en los dibujos animados, el olor a galletas, pasteles y pays recién horneados nos hipnotizaba y nos hacía cruzar el jardín como los ratones guiados por la música de Hamelin.

En fila india, mis hermanas y yo trepábamos por una escalera de aluminio hasta lo alto de la barda que separaba a las casas y bajábamos por la que estaba del otro lado. Mi tía nos recibía con una sonrisa en la mesa donde ya había dispuesto platos también para nosotros. No necesitábamos invitación, sabíamos que siempre éramos bienvenidos a la señal de la fragancia hogareña.

El pay de queso con su costra de galletas y mantequilla. El de manzana con su toque de canela y el de calabaza, que por primera vez probé en su casa, eran mis preferidos, junto con la variedad de galletas que horneaba. Los disfrutábamos cuando estaban todavía calientitos.

Ferrel y sus hijos. Foto: Familia Núñez Eddins.

Mi tía Ferrel Eddins nació en una pequeña población rural de Texas y llegó a Guadalajara a finales de los años 60 para casarse con mi tío Antonio. Fue una espléndida repostera y la más amorosa que he conocido.

Desde que éramos muy pequeños nos invitaba a cocinar con ella y con mis cuatro primos, que ahora son excelentes cocineros. Fue una gran maestra, no sólo de cocina sino de la vida. Ella nos enseñó, sin decirlo con palabras, que cocinar es mucho más que preparar deliciosos platillos. Que la cocina es un lugar de disfrute y convivencia donde cabemos todos: mujeres y hombres, niños y mayores.

En su mesa, mientras amasábamos, aprendimos no sólo a hacer postres. Aprendimos a cooperar, a respetar a los otros, a tener paciencia, a esperar turno, a que cada uno puede ir a su ritmo y a que podemos equivocarnos.

Las bolitas de crema de cacahuate

Cuando éramos muy pequeños nos enseñó una preparación que es para mí una de las más entrañables porque me evoca el cariño de mi tía, me recuerda la infancia feliz y significa cocinar con otros. Desde que era niño nunca la he preparado solo.

La receta es muy fácil. Un bote pequeño de crema de cacahuate. La misma cantidad de azúcar glas cernida y dos cucharaditas de mantequilla derretida. Se mezcla todo muy bien y se forman pequeñas bolitas que se refrigeran.

Mezcla de crema de cacahuate y azúcar glass. Foto: JCN

Recuerdo a mis cuatro primos y a mis hermanas metiendo las manos al recipiente para tomar la pasta y moldear las bolitas. Es una manera muy sencilla y segura de introducir a los niños a la cocina. Sólo hay que cuidar que no se laman las manos antes de que terminen de preparar la golosina porque la tentación es grande, pero una vez terminada la tarea la limpieza de la mano a lengüetazos es un gran gozo.

Este dulce que aprendí de niño, se lo enseñé a mis sobrinos cuando también eran muy chicos. Algo tiene de mágica la receta porque cada año, cuando nos reunimos todos, me piden prepararla. Una de ella ya es mayor de edad y sigue disfrutando el momento igual que cuando tenía tres o cuatro años.

En una de mis celebraciones de cumpleaños, cuando yo ya había pasado por mucho la mayoría de edad, llegó mi tía a la fiesta con una charola repleta de bolitas de crema de cacahuate hechas por ella. Algunas tenían además una cubierta de chocolate. Fue el mejor regalo de ese día. Debo confesar que corrí a esconderlas y no las ofrecí a mis invitados.

Galletas para el arbolito

Mi tía sabía elaborar muchas cosas. Para mí fue toda una revelación el día en que nos invitó a preparar plastilina. La masa tenía un olor delicioso. Pese a la advertencia de: “no se come”, no me resistí ¡estaba saladísima y sabía horrible! Agregar poco a poco los colorantes para obtener el tono favorito de cada uno era un momento mágico.

Ferrel Eddins. Foto: Familia Núñez Eddins.

Cada año, cerca de la Navidad, nos invitaba a preparar galletas con formas de esferas, estrellas, renos y arbolitos. Eso era ya de por sí una maravilla, pero lo mejor de todo era pintarlas con un glasé de colores comestibles para convertirlas en adornos del árbol. Devorábamos muchas, pero, guardábamos las mejor decoradas para colgarlas junto a las esferas. Era casi imposible que llegaran hasta el día 24.

Para la comida navideña, mi tía Ferrel preparaba también unos deliciosos caramelos “picositos”. Unos eran de color rojo y sabor a canela. Los otros, eran verdes, de menta.

De mi tía también aprendimos que la cocina preparada con cariño también alivia. El pay de manzana recién horneado que le llevó a mi papá cuando él ya estaba muy enfermo, le sirvió más que el montón de medicinas que le recetaban.

Mi tía falleció recientemente. Me la imagino ahora rodeada de ángeles y santos amontonados alrededor de la masa de crema cacahuate. Y a ella diciéndole a San Pedro, con su amorosa sonrisa: “Aún no es tiempo de lamerse las manos”.

 

 

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