“Siempre he creído que mi matriarca entra en trance con sus cazuelas. Nos decía que la comida se toca y se bendice para ofrecerla con amor”
Beatriz Rosette Ramírez
Llegar por la noche a casa de la abuela, en época de frío como los de estos días, merece preparar un mollete; con ello, comienza la actividad culinaria que nunca termina en esa adorada casa. Caminar cuesta arriba de su tranquila avenida y llegar a la panadería, es un placer. En la conversación con la abuela se percibe su atención, cariño y afecto que guarda para uno de sus hijos y nietos.
Ella apresura el paso en el interior de la tienda para dirigirse al rincón de los bolillos, y toma en su charola “birote salado”. Doña María dice que este singular pan solo se hace en Guadalajara y que la familia Becerra, dueña del establecimiento, emula un muy buen sabor, único en la colonia Alhambra, en Ciudad de México. Camino a la casa lleva consigo leche para preparar una exquisita merienda.
Los expertos en historia de la gastronomía dan cuenta de que el pan mollete es un desayuno tradicional andaluz y usualmente se acompaña con una mezcla de aceite de oliva y sal, que puede incluir jitomate y ajo. Esta típica versión de pan blanco con alguna comida ha tomado tanto auge, que no solo se apetece por la mañana, sino que la noche también es ideal. Los que preparaba mi viejita eran muy especiales.
Tomar el camino de regreso a casa y llegar a su cocina, es la oportunidad de abrir grandes relatos en lo que se preparan las viandas y sortilegios en su sagrado lugar.
En lo que abre los “birotes” que son un poco más rígidos de las habituales teleras de la capital; nos cuenta la historia de los “pingüinos” y los güeros, calificativos que asignaran mis tíos a los molletes hechos con frijoles negros y a los de natas.
De su inolvidable alacena saca, su sartén preferido, lo posa en el fogón con un tanto de manteca de cerdo, que tiene un color casi amarillo. Doña Mariquita refiere que ese color y olor es porque esa grasa es el residuo de los tradicionales chicharrones. La vieja estufa blanca, pareciera que revive al emitir el sonido sutil del fuego con esa flama azul.
En unos minutos la cocina esta invadida de ese delicioso aroma no solamente de comida; yo le llamaría “los cariños de la abuela”. En ese momento retira la cazuela del fuego, con la certeza de que ya se coció la manteca; la reposa para que se enfrié un poco; acto seguido vierte dos pares de chiles de árbol para que se vayan dorando y con ello darle un toque especial; en un segundo momento, vacía un tanto de frijoles negros, que guarda en su refrigerador; sin tardar, sienta otra vez la cazuela en la lumbre.
De manera tranquila y reposada mientras lleva muy bien el hilo de la charla, va moliendo los frijoles, con ese movimiento experto de su muñeca y el moledor metálico que usa. Yo siempre he creído que mi matriarca entra en trance con sus cazuelas y utensilios. Ella nos decía desde que éramos niñas que la comida se toca y a la vez se bendice para ofrecerla con amor a los comensales.
Con los toques repetidos de trituración, las habichuelas negras se convierten en un espeso atole. Los panes ya están cortados por mitad verticalmente. De pronto lleva a la mesa de preparación, un pequeño recipiente con nata; y uno más donde había preparado una salsa mexicana. Es decir, jitomate, cebolla, cilantro, chile serrano con un ligero acento de limón.
El siguiente proceso será untar frijoles a los “pingüinos” acompañados de queso Oaxaca.
Para los “güeros”, se dedica a embadurnar de nata y espolvorear canela molida con azúcar; ambas presentaciones las lleva al horno que previamente había puesto a unos 160 grados, dejándolos en él, unos 20 minutos. Mientras tanto, el pocillo con leche ya apremiaba la atención con los cantos del burbujeo del hervor; la abuela saca un tanto de leche caliente y lo deposita en el vaso de la licuadora, agrega una corteza de canela gruesa que le trajeran las tías de algún lugar de Puebla, añade un chorro de vainilla y una porción de chocolate que le llevaron los primos de Chiapas. La despensa de la abuela es socorrida por su gran familia; todos sabemos y gozamos de su devoción a la cocina.
De inmediato comienza el tintineo de las tazas y los platos que llevamos a la mesa; cualquier momento es un buen pretexto para mi Abue de cocinar, ya que con estas acciones ella manifiesta sus cariños a hijos y nietos.
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