“Agradecíamos ese taquito a Lupe y dábamos por hecho que así sería siempre. Como casi todo, no se valora hasta que no se tiene”
Marisa Núñez / El Paso
Mi abuelo vivía a la vuelta del colegio al que íbamos mis hermanos y algunos de mis primos. A la hora de la salida caminábamos a su casa en donde ya nos esperaba una mesa limpia de papeles, ceniceros, libretas, pipas, plumas y cualquier otra cosa que hubiera quedado por ahí regada y con un dominó listo para jugar unas cuantas partidas entre el abuelo y los nietos antes de la hora de la comida.
La salida del colegio siempre ha sido un buen momento para comer un pequeño refrigerio, las horas pasadas entre el recreo y la salida eran ya unas cuantas y el estómago lo resentía. A la salida estaba siempre el “Don” de las papitas, el señor de las paletas, el de las frutas y algún otro vendiendo dulces o alguna otra gusguería. Salíamos muertos de hambre y casi nunca traíamos dinero para comprar así es que emprendíamos el paso a la casa del abuelo con el estómago listo para comer lo que fuera.
Mi abuelo aprovechaba el ratito de esparcimiento para enseñarnos cómo jugar dominó, para tomarse un buen aperitivo y para comer alguna botanita, casi siempre cacahuates, papitas o queso y disfrutar un buen rato de la compañía de los nietos. Pero a los niños nos gustaba pasar primero por la cocina. Hasta ahí nos guiaba el olor del comal prendido, el sonido del torteo que las manos de Lupe, la cocinera, hacía para “echar” las tortillas y de la comida que ya se cocinaba a fuego lento. Siempre había campo para un taquito.
Nada más rico para el estómago de un niño hambriento que un delicioso taquito de frijoles con tortilla recién hecha y frijoles cocidos en una olla de barro y guisados en una de peltre. Comíamos, uno o dos o tres y Lupe siempre estaba lista para recibirnos así, mientras mi abuelo ansioso por empezar el juego nos apuraba a comer. Con la panza llena y el corazón contento podíamos entonces poner atención a los números, a las jugadas, al conteo, a los chistes y regaños en los famosos juegos de dominó. Aprendimos a jugar bien, a disfrutar de esos ratos con el abuelo y de la botana de taquitos de frijoles.
Agradecíamos ese taquito a Lupe y dábamos por hecho que así eran las cosas siempre sin saber bien a bien que lo que comíamos era un verdadero manjar; como casi todo en la vida que no se valora hasta que no se tiene ese taquito y esos ratos con el abuelo se convirtieron en nostalgia para siempre. Los taquitos aquellos nunca volvieron porque los frijoles nunca serán los mismos, las tortillas ya no eran hechas en casa y la casa del abuelo ya no existe.
Y sin embargo, los taquitos de frijoles siempre están disponibles, siempre son ricos, siempre sacadores de apuros y aunque no sean aquellos maravillosos tacos de mi infancia, los tacos de frijoles alegran el paladar y son una bendición para el cuerpo y para el alma. A todos les gustan, son fáciles de hacer, de llevar al trabajo, a la escuela, al paseo; son prácticos, se hacen rápidamente, de ofrecer ante una visita inesperada. En todas las casas casi siempre hay frijoles y tortillas, se pueden hacer doraditos o suavecitos según los gustos, pueden ser de desayuno, comida o cena o de acompañamiento de un platillo más fuerte. Se pueden hacer con frijoles refritos, chinitos, enteros, guisados con chorizo, con queso, con chile. Se les puede poner salsa de cualquiera, chile fresco o encurtido o hasta salsa de botella. Un taquito de frijoles siempre es bienvenido.
Y la nostalgia por un taco de frijoles aparentemente se va pasando de generación en generación. Mi hija mayor que estudia lejos de casa a veces llama añorando un taquito de frijoles casero. Ahora que ha regresado por algún tiempo a casa por la pandemia, cada vez que come taquito de frijoles, agradece y dice que le saben a casa.
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