El Caldero

Delicias tapatías

Del archivo de Rafael del Barco, este recorrido por algunos de los platillos más representativos de la gastronomía de Guadalajara

Rafael del Barco

Flautas tapatías. Foto: JC Núñez.

La experiencia gastronómica es total y todos los sentidos participan en porcentajes equilibrados, que permiten la emergencia de aquellas impresiones sensoriales que aseguran el pleno goce, la experiencia sensual completa. Sentados en torno a un comal, esperando que nos toque el turno para que nos sirvan las crujientes flautas, doradas y satinadas por el aceite hirviente; ver cómo la habilidosa cocinera (benditas sean las mujeres que sirven cena) las cubre de blanca crema, las espolvorea de queso desmoronado y ligeramente amarillento; luego las hace desaparecer debajo de un cerro de lechuga fresca, cortada en tiritas, y corona su pasmosa obra con una cucharada de roja salsa hábilmente distribuida.

El banquete que comenzó a media cuadra de la cenaduría al captar la nariz los apetitosos efluvios que escapan del comal, continúa ahora en su fase más importante: ¡la degustación!

Tortillas hechas a mano. Foto: Rubén Alonso.

En Guadalajara, los tacos están hechos con esa suave y blanca tortilla tapatía que me atrevo a calificar de magnífica y quizá la mejor tortilla que se hace en México, por lo menos en el aspecto de producción artesanal e industrial, porque en cualquier parte donde se preocupen (aquí dicen se ocupen) varios intelectos de reunir el mejor maíz, preparar la mejor masa, tortear a mano magistralmente y con el feliz degustador sentado ante una birria a medio y metro del comal (distancia que juzgo correcta para el calor de la plancha no moleste y la tortilla llegue infladita a nuestras manos).

Dado que se tiene esa opulenta tortilla, el taco es cosa fácil y aunque hay tacos en todo México, los de Guadalajara merecen hacer un viaje especial para degustarlos, son dignas de tres estrellas Michelin.

Como toda comida regional, la tapatía tiene confecciones que necesitan (ocupan, dirán en estas tierras) de un largo entrenamiento que debe comenzar en la infancia para apreciar en todo su valor (o falta de valor, para otros, generalmente forasteros) el platillo, la bebida o la golosina.

Camote del Cerro. Foto: Sergio René de Dios.

Por ejemplo, nunca puede apreciar el entusiasmo con mi suegro, tapatío de nacimiento, aplaudía la aparición de los camotes del cerro (“camoti del cerru”, gritaba el marchante) ni el agrado que despliega mi suegra ante un vaso de tejuino; de niño aprendí a comer otras cosas.

Pero, a pesar del hecho de que no me gusta el tejuino, aprecio mucho lo que mis otros cuatro sentidos advierten; el amarillo verdoso con reflejos dorados del plasmoso líquido; el grave susurro de la bebida al deslizarse del cucharón al vaso; el suave plop de la bola de blanquiverdosa nieve los cristales crujientes y transparente de la sal de grano; el vago olor a maíz fermentado que se mezcla sutilmente con emanaciones azucaradas y con el poderoso aroma a fresco del agrio limón; la sal huele a mar y se rompe con un leve quejido entre los dientes que se separan para que la boca reciba la untuosa caricia de la gélida bebida.

Torta ahogada. Foto: Juan Carlos Núñez B.

Además de las tortillas, Guadalajara tiene otro gran aporte a la gastronomía en el birote; ese pan salado, agrio, exquisito que, según sé, se fabrica solamente en algunas regiones del mundo como San Francisco en Estados Unidos, París y, creo, que en Moscú (Si se hace en otras partes sería bueno saberlo para hacer el viaje).

Con este pan rompepaladares, dicen sus detractores, se confeccionan las emblemáticas tortas ahogadas honra y prez de la culinaria tapatía.

De esos maravillosos bocadillos que avasallan a los cinco sentidos sólo que da exclamar con filosofías: “Las comidas van y vienen, pero las ahogadas permanecen”.

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