Mole negro, coloradito o amarillo; tascalate, tlayudas, chapulines, tasajo. Es imposible probarlo todo. Por eso hay que volver y volver
Juan Carlos Núñez / Oaxaca
La tenue humareda olorosa a tasajo asado es el velo tras el cual se revelarán lo sabores de la cocina oaxaqueña. El estrecho pasillo de entrada al Mercado 20 de noviembre está lleno de gente, de aromas y de llamados que invitan a comer. Es imposible resistirse, esa fragante nube es la puerta a uno de los paraísos de la gastronomía mexicana.
Los pequeños puestos que ofrecen sábanas de la delgada carne todavía cruda y los chorizos se suceden uno tras otro. Ahí mismo, están los asadores donde se cocinará el trozo que el visitante elija y del que surgen los apetitosos olores.
En el corredor no hay lugar para sentarse, de manera que, tras elegir su carne, los comensales son conducidos al final del pasillo donde se apretujan en unas pequeñas bancas colectivas. En el camino, mujeres de amplias faldas ofrecen extendidas cestas que hacen las veces de plato con los chiles de agua, oriundos de Oaxaca, y cebollitas que habrán de ir también al asador.
Luego de unos minutos llegará la canasta cubierta con un papel de estraza sobre el cual se dispone directamente la fragante carne. El sistema de organización es peculiar porque se paga todo aparte. A una persona, los refrescos; a otra, las tortillas; las señoras de los chiles y las cebollas cobran lo suyo. Luego aparece un joven para vender porciones de salsas, frijoles, aguacate, nopales y guacamole.
La carne está en su punto y la combinación con los chiles de agua bañados de limón y sal, asados directamente sobre el carbón es un verdadero banquete.
Entre moles y tlayudas
Pero eso es sólo el principio. Una vez que se sale del transitado pasillo aparecen las fondas donde se despliegan cazuelas con mole negro, coloradito o amarillo; canastas repletas de chapulines, tamales envueltos en hojas de plátano, pilas de pan de yema, bolas de quesillo, tabletas de chocolate, jícaras con tascalate, torres de tlayudas…
Los platos y los ingredientes son dispuestos de manera que forman espectaculares cuadros visuales que se completan con banderolas de papel picado y con coloridas flores que pueden ser naturales o elaboradas también con papel.
No es fácil elegir entre la enorme oferta de delicias. Un primer recorrido por entre los puestos permite localizar los mayores antojos e identificar los comederos bautizados con diminutivos femeninos: Cuquita, Chabelita, Sarita, Abuelita, Delfinita, Bety, Socorrito y Elvirita. Una de las panaderías se llama Berthita.
Como éste último hay varios expendios donde se pueden encontrar pan amarillo, de yema, resobado o moyete. Hay los que caben en la palma de la mano y también los que son del tamaño de un balón de basquetbol.
No hay manera de disfrutarlo todo pues cada uno de los puestos ofrece decenas de platos. Todos los comederos lucen abarrotados.
Los pasillos están llenos de gente local, turistas y vendedores de todo tipo de artesanías: utensilios de madera, servilletas bordadas, pinturas en papel amate. Una mujer gorda de amplias faldas se desplaza como pez en el agua entre el gentío con una canasta de chapulines en la cabeza. Un viejito que lleva cubierta la cabeza con un agujerado sombrero de palma ofrece una botella de plástico con “mezcal bien bueno, del de adeveras”, que trajo de su pueblo.
La tormenta que se abate sobre Oaxaca retumba en el techo de lámina del mercado, enmudece a los vendedores y ensombrece la tarde. Al final de otro de los pasillos el dorado de los collares y aretes de filigrana deslumbra bajo la luz de un foco pelón y anuncia la puerta que, tras cruzar la calle lleva al otro mercado, el Benito Juárez.
La angosta calle está atestada de puestos ambulantes donde se vende lo mismo preciosos montoncitos de chiles de agua y otras verduras que discos piratas y baratijas chinas.
El Mercado Benito Juárez
El mercado Benito Juárez no huele a guisos, sino a ingredientes crudos. Camarones secos, pollos recién matados, flores, pescados, chiles… Por los pasillos se entremezclan tejidos de palma, cerámica, peces de acuario, cuchillería artesanal y muchos, muchos textiles.
Puestos de yerbas y brujerías conviven con neverías y locales de aguas frescas. Se ofrece también tascalate, la bebida elaborada con maíz, cacao, achiote y rosita de cacao que se toma en jícaras. El queso Oaxaca, o quesillo, como le dicen allá, es la estrella de las cremerías. Hay de varios tipos según su cremosidad.
Sobre una plancha de acero, la hábil vendedora saca la interminable tira del queso que coloca en una báscula, hasta llegar al peso deseado por el comprador. Entonces, como una tejedora, envuelve el queso hasta formar una bola perfecta que luego empaca. Un grupo de cocineras espera con paciencia su turno para llevarse el mejor queso.
La variedad de chiles secos es enorme. Contrastan sus tamaños y colores. Cada uno con su propio carácter. Vienen de las distintas regiones del estado y son ingredientes especiales para los diversos platos. El secreto de los moles es elegir la cantidad y la variedad. Junto a ellos están las especies, las más comunes como la pimienta, el clavo o el orégano y las oriundas de la región. Por ejemplo: la hierba de conejo o la flor rosita de cacao que se utiliza para perfumar el chocolate y el tascalate.
La tormenta termina y da paso a una tarde fresca que invita a pasear por el precioso centro de Oaxaca. Antes, se antoja un buen café o un chocolate caliente. Muy cerca del mercado, el olor de la fábrica donde se está moliendo el cacao es una irresistible invitación. Después, un buen mezcal para comenzar a pensar en dónde será bueno cenar.
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