La preparación tiene un intenso aroma a chiles que alebrestan el gusto y reta a consumirla
Sergio René de Dios
La cocinera, una indígena nahua de Puebla, sabe cómo ofrecer una salsa picosísima a los turistas que acuden al Valle de las Piedras Encimadas. En las fondas distribuidas una al lado de la otra, en la llamada zona gastronómica, se coloca en las mesas la roja salsa que de inmediato acelera las papilas gustativas.
Porque a cada platillo que ahí se ofrece, desde unos huevos a la mexicana hasta pequeños sopes propios de la región, es posible desparramarles encima desde unas precavidas gotas de esa salsa hasta cucharadas completas. Depende de qué tanto se apetezca lo picoso y qué tan listo se halla el estómago para recibirlo.
En la mesa con mantel de plástico, en un plato de cerámica, la salsa tiene un intenso aroma a chiles que alebrestan el gusto, que reta a consumirla.
Los mexicanos aceptan el desafío de probarla. En cambio, los turistas extranjeros optan por solo mirar la salsa y, con ojos de asombro, constatar cómo la mayoría de los mexicanos la dejan caer con generosidad en sus platillos, a sabiendas de que habrá un costo estomacal, quizá hasta de lágrimas, pero de gozo para los espíritus fuertes.
Para esa conjunción de placer en el paladar e irritación en los intestinos, gracias a la salsa, la cocinera comparte que la receta es sencilla. Se trata de chile de árbol, una especie roja, seca, alargada, que se fríe en aceite. ¿Cuántos chiles? En realidad no se cuentan. Se agarra “un puño”, los que se cojan con los dedos es suficiente, aclara. El chile se dora hasta que adquiere un tono café, sin que se queme.
Enseguida, en una olla se colocan jitomates, unos diez, y se ponen a hervir en agua. Después se muelen en un molcajete con los chiles fritos, unos siete ajos y otro puño de sal; o bien se recurre a una licuadora, que hace más fácil la mezcla. Con poca agua, la salsa queda espesa; con más líquido, la presentación es “rala”.
Entonces estará lista la sabrosa salsa de chile de árbol. Disponible para adornar la mesa con ese color rojo fuego que incendia cualquier lengua, esófago y estómago, pero sin dejar cenizas, sino una intensidad que acelera la vida en este paraje del municipio de Zacatlán, en Puebla.
De ahí lo que sigue es, en el espacio ecoturístico, montar a caballo, subirse a una carreta, treparse en una bicicleta, caminar durante horas en el bosque, arrojarse en la tirolesa, observar y escuchar el sonido de los riachuelos a su paso y, con la imaginación, buscarle forma a cada una de las formaciones rocosas colocadas una arriba de otra, para sudar y sudar esa salsa que pondría rojo al mismo demonio.
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