Recetario

Huevos vaqueros

Lo que originalmente iba a ser un huevo ranchero se convirtió por azares del destino en este delicioso desayuno

Juan Carlos Núñez Bustillos

Huevo vaquero. Foto: Juan Carlos Núñez

Confieso públicamente que cometí un pecado gastronómico y una herejía contra la identidad culinaria nacional. ¡Preparé un huevo ranchero en un pan en lugar en una tortilla! Lo hice obligado por las circunstancias y lo peor de todo es que no me arrepiento.

Fue hace unos días. En una mañana vacacional y fría. Al término de la reunión que terminó en la madrugada pensé en cocinar a la mañana siguiente unos deliciosos, picantes y reparadores huevos rancheros. Había en el refrigerador una enchilosa salsa de tomate y chile de árbol que había preparado unos días antes.

Desperté tarde. Modorro y hambriento fui a la cocina y abrí el refrigerador. Busqué los ingredientes y me percaté de que ¡No había tortillas! Y yo con un antojo de embarazada que me impedía preparar simplemente unos huevos con salsa, pero yo los quería rancheros y creo que hasta había soñado con ellos.

Tortillas hechas a mano. Foto: Rubén Alonso.

Día de fiesta. Seguramente las tortillerías estarían cerradas. Además, yo no estaba en disposición de salir ajuareado, limpio y rasurado, como Dios manda, a recorrer las solitarias calles de la ciudad en busca de unas tortillas de verdad.

Entonces tuve una epifanía. ¡A falta de tortillas, pan!

¡No! ¡No! ¡Qué profanación a la gastronomía nacional! Pero la tentación crecía.

“Nadie lo sabrá”, escuché una voz interior. Otra me decía “¡Resiste! No lo hagas, prepara un huevo revuelto y tan tan”.

-“Lo estás deseando desde ayer”.

-“Aguanta, haz como los alcohólicos. Sólo por hoy no lo hagas”.

-“A lo mejor creas un platillo que te hará famoso en todo el mundo”.

-“¿Qué dirán los lectores de Jaliscocina si se enteran?”.

-“No se van a enterar. Nadie lo sabe. Estás sooloooo!”.

Al final sucumbí. La lengua es débil. Pequé.

Tosté un pan de caja. Le puse una rebanada de jamón. Freí los huevos y los coloqué encima del embutido. En el mismo sartén calenté bien la salsa picante. El solo olor me hizo comenzar a revivir. Cerré los ojos y lo probé. ¡Buenísimo! Lo engullí en un santiamén con un café bien cargado que exaltaba lo picante de la salsa.

Huevos rancheros. Foto: Juan Carlos Núñez B.

Desperté bien y entonces tuve plena conciencia de mi acto. Luego vino la culpa. Atenté contra el emblema de los huevos mexicanos. Es cierto que las circunstancias fueron propicias para el pecado, pero cierto era también que no tuve el coraje para resistir a la tentación.

La imagen de aquel huevo estrellado sobre el pan chorreando salsa se me aparecía una y otra vez. El remordimiento me carcomía. Entonces recordé a los filósofos que dicen que la realidad se construye con palabras, que al nombrar las cosas les damos sentido y que nos apropiamos de ellas. Que con las palabras construimos realidades ¡Ahí estaba la solución! Había simplemente que cambiar el nombre del plato.

¿Si en lugar de decir que mancillé los huevos rancheros discurro que ese es un plato nuevo y le pongo otro nombre? ¿Acaso los huevos benedictinos no son una versión parecida? Y lejos de ser pecaminosos en el nombre llevan la santidad ¿A poco no hay mamás que mandan a sus hijos a la escuela con un sándwich de huevo estrellado y hasta le ponen salsita?

Había que rebautizar el plato. La primera opción era algo así como “Huevos benedictinos alteños”, o “tropicalizados”, o “región cuatro”. Quizá “Huevos franciscanos”. También pensé en algo más sofisticado como “Blanquillos monásticos estilo Zapopan” e incluso consideré hacer como los chefs de moda y decir que eran unos huevos rancheros deconstruidos y posmodernos.

Al final opté por algo menos ingenioso y más simple: “Huevos vaqueros”. Así esfumé culpas y remordimientos y, por el contrario, me siento muy feliz.

Pruébelo algún día, pero por ningún motivo diga que son huevos rancheros, llámelos huevos vaqueros. Así no pecará y disfrutará de un riquísimo desayuno.

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