Primer plato

Reminiscencias gastronómicas de Juan José Arreola

Berenice Hernández, nieta del escritor, publicó en la revista Luvina recuerdos sobre su abuelo. Compartimos aquí los referentes a la gastronomía

Berenice Hernández Arreola[1]

Juan José Arreola. Foto: Cortesía de Fuensanta y Claudia Arreola.

No recuerdo el día que conocí a mi abuelo. Él tenía cincuenta y cinco años. A partir de entonces, lo que conservo es un cúmulo de imágenes, más nítidas o más difusas. Podrían ser fotografías, pero no lo son porque todas están asociadas a sonidos, olores, sabores, sensaciones profundas de alegría o sobrecogimiento, vuelcos del corazón, voces, gritos, llantos, carcajadas; infinitos objetos y pequeños detalles. Tan es así que podría hacer un interminable recuento, salvo que lograra concentrarme en las presencias más claras y definitivas hasta hoy.

El aroma o los aromas de las mil y una tiendas de ultramarinos que visitábamos cada día, aquí y allá (La Naval, Elizondo, La Espiga, La Europea de avenida Américas, La Mancha, La Casita, Goiti), para comprar vinos, latas, chocolates, quesos, galletas, panes, embutidos, lo que fuera.

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Los mercados; el de Zapotlán o Santa Tere; escoger bien las frutas y verduras; llevarse siempre las mejores, aunque hubiera que hacer trueques y renegociaciones de un puesto a otro. El olor de la carnicería, la selección y, después, ya en la casa, la precisión de los cortes (todo acompañado de minuciosas explicaciones). El olor de los camarones secos, las manos rasposas después de limpiar cien o doscientos para las tortitas, o las tostadas, o los tacos de chile de camarón.

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Las galletas Dominó (¿existirían realmente?) guardadas en los lugares más insólitos; es lo único que recuerdo que escondía. El jugo de lima en la mañana en el portal; había que ir en moto y comprar el periódico de paso; el agua de los cocos que él traía y que nos abría Pablo, el velador, a medio día.

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Los riñones al jerez que preparaba en las pequeñas cocinas de sus departamentos en los ríos del D.F. (Guadalquivir, Nilo, De la Plata…). Las comilonas, todas, incluidos los desayunos en Zapotlán con tamales de elote y de ceniza; las tortillas de maíz azul y las galletas encaladas que hacía mi tía Cristina; el chinchayote, el camote del cerro y las pitayas, cuando era tiempo; el vino, siempre. Aunque él en realidad comiera poco, era quien decidía el menú y recolectaba los ingredientes cada día. No era raro que, estando todos en la mesa a punto de comenzar a comer, decidiera ir al mercado por una sandía que se le había antojado.

[1] Reproducimos estos fragmentos del texto “Reminiscencias” de Berenice Hernández Arreola con autorización de su autora y de la revista Luvina donde se publicó originalmente. Si desea leer el texto completo puede acceder a él aquí.

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