Con masa de maíz se preparan las bolitas que en Campeche llaman “jarochitos” y, en Puebla, “textlales” o “texcales”
Beatriz Rosette Ramírez
Abrir el baúl de los recuerdos, evocando a la familia, remonta al ritual de la comida; donde todos interactuábamos de manera libre, sana y armónica. Los otros recuerdos que como en todo clan también se dieron; esos lo quiero seguir guardando.
La mesa representó indiscutiblemente el punto de encuentro más importante en casa de mi abuela. Ella dedicaba casi toda la mañana, buscando en su cabeza-corazón un platillo especial para deleitar a sus comensales. Regularmente organizaba sus viandas para ofrecer una comida en tres tiempos: sopa, guisado y postre. Todos fueron suculentos, y obviamente dejaron un recuerdo muy significativo en la tribu que asistíamos a disfrutar de sus delicias. Esos sabores después de 50 años remueven el corazón.
Esas degustaciones, además de ser una sensación que se genera de manera orgánica en las papilas gustativas, llegan muy profundo, puesto que despiertan y agitan agradablemente las fibras más íntimas. La comida tiene hondos e inesperados alcances. Considero que es tan poderosa, que es capaz de traer al presente recuerdos que ya no teníamos registrados.
¿Quién no comió una sopita de ombligos de manos de la abuela, la tía, o la propia mamá? Se trata de una tradición culinaria en la cocina mexicana. Dependiendo de la región se le conoce con diferentes nombres. Por ejemplo, los tíos que venían de Campeche les llamaban “jarochitos”. La tía Andrea, quien vivía en Puebla, los conoció como “textlales” o “texcales”; en casa de mi madre del occidente del país los conocían como bolitas de masa u ombligos.
Recuerdo las finas manos de mi Abue, amasando ¾ de kilo de masa que trajera del molino de don Julio. La masa se sentía calientita. En ella agregaba sal y manteca de cerdo. En tanto ya había picado unas hojas de epazote y hoja santa, muy muy finitas, que incorporaría a la masa. Era divertidísimo hacer bolitas y marcarles una hendidura como si fuese un ombligo. Las dejaba reposar para que se concentraran los sabores, decía.
En un segundo momento, en su cacerola de barro freía en una porción de manteca un recaudo de jitomate, cebolla, ajo y cilantro. Posteriormente tenía un ½ litro de caldo de frijoles negros recién cocidos, que vertía a esta preparación. Seguidamente, incorporaba las bolitas, que habían tomado un color verdoso por las yerbas que agregó.
El tercer paso y casi secreto familiar, doña Mariquita licuaba un poco de masa, frijoles en un caldo de pollo, más hoja santa, epazote y un cuadro de concentrado de caldo de pollo; dicha molienda la integraba a la cazuela de barro. La cubría con su tapadera del mismo material dejándola a fuego lento. Ella guardaba la idea de que mientras más tiempo tuviera esa cocción en el fogón apacible, mayor seria la fusión de sabores. Para mi otoñal maestra, la aleación entre el fuego, la tierra (barro) y la bendición de las legumbres para darles un gran sabor, era cosa de paciencia.
La comida tiene profundas e inesperadas evocaciones, como la sopa de ombligos de masa, que regala un gran sabor de añoranza.
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