Recetario

La receta de mi tío Enrique, la más versátil

Muchas cosas aprendí de él, entre ellas a revolver lo que hay en el refri con lo que hay en la despensa. Eso sí, con inteligencia y estilo

Juan Carlos Núñez Bustillos

Crema provenzal franco ranchera. Foto: Juan Carlos Núñez B.

Cuando yo nací, él ya vivía en otra ciudad. Lo veía poco, con suerte un par de veces al año, pero siempre era un deleite convivir y conversar con él. Mi tío Enrique, una de las personas más sensatas e inteligentes que he conocido, ha sido uno de mis grandes maestros. De él aprendí desde técnicas culinarias y trucos para manejar en la carretera, hasta maneras de razonar y formas de estar en el mundo.

Lo más importante que me enseñó se relaciona con el modo de asumir la vida y eso no lo puedo explicar. Tiene que ver con el pensamiento, la congruencia, la austeridad, la serenidad y el agudo humor. Las cosas prácticas, esas son más fáciles de compartir. Entre ellas la receta más versátil que hay en mis libros de cocina.

Del chamoy y la sartén

“En los viajes largos; agua has de dejar, agua has de tomar y de postura cambiar”, me dijo un día en el baño de una gasolinera de Nayarit, cuando en su pequeño Renault dos de mis primos y yo lo acompañamos de Guadalajara hasta Tijuana.

Enrique, tercero de izquierda a derecha, asando carne con su hermano Antonio, su papá y Ferrel Eddins. Chapala, años 70. Foto: Carlos Núñez H.

Eran los años 80 y ninguno de los sobrinos manejábamos todavía. Mi tío condujo de Guadalajara hasta la ciudad fronteriza. Cuando me tocaba el sitio de copiloto, me enseñó varias técnicas de manejo seguro que había aprendido de los traileros.

Un poco antes de entrar al desierto de Sonora se detuvo en un pequeño tendejón para comprar chamoy y varias botellas de agua mineral. En aquella época el chamoy todavía no se conocía en Guadalajara.

Era una pequeña bolita de alguna fruta molida con un poco de azúcar y un mucho de sal que nos permitió cruzar la desértica ruta sin deshidratarnos en aquel pequeño auto que no alcanzaba grandes velocidades ni contaba con aire acondicionado. Era tal el calor que una de las botellas de agua explotó.

En Tijuana nos hospedamos en un motel que tenía una pequeña cocineta. Ahí me enseñó a voltear los alimentos que se cocinaban en la sartén sin utensilios, sólo con el movimiento de la mano.

La receta

Entre los libros más queridos de mi biblioteca está el recetario escrito por amigos y familiares. (Aquí está la nota sobre esa libreta).

Chilaquiles azarosos. Foto: JC Nuñez.

En diciembre de 2002, mi tío Enrique me escribió una receta que tituló: “La cocina es un arte creativo”. Y comienza así: “Los ingredientes se dividen en dos categorías: a) Los que hay en el refrigerador. b) Los que hay en la despensa”.

Luego dice: “Calcule lo que va primero, que va antes de lo que va después. Este orden nunca debe romperse”. Más adelante comparte un par de consejo sobre el nombre del platillo y qué hacer si se quema, para finalmente indicar: “Revuelva los ingredientes con mucho estilo y mucha seguridad (esto es importante). Sírvalo caliente (a menos que sea un plato frío). En caso de duda, otro tequila”.

Más allá de la broma, es una gran receta que he aplicado muchas veces y que le vi hacer varias veces en aquel entrañable viaje a Tijuana. Cocinar con lo que hay y que quede bien. Mis chilaquiles azarosos vienen de entonces, lo mismo que la sopa que a continuación reseño y el gazpacho tapatío que pronto les compartiré.

Crema provenzal franco ranchera

Dice la receta de mi tío que hay que ponerle “un bonito nombre a la revoltura que haga […] o por lo menos de “… a la ….”. Por eso bauticé a esta sopa de sobras como crema provenzal franco ranchera.

En el refrigerador encontré dos trozos de brócoli cocidos, de la semana anterior. Tan tristes y bocabajeados que sería difícil que alguien los engullera. Había un par de calabacitas muy buenas y una pequeña zanahoria.

Puse en una olla un poco de mantequilla y aceite de oliva. Añadí cebolla y ajo. Cuando comenzaron a cambiar de color añadí las verduras picadas y las sofreí. Luego las molí con la leche que quedaba en un envase y un poco de agua. Sazoné con sal y pimienta. Añadí un par de pizcas de un frasquito que dice: “hierbas provenzales”. Hasta ahí, era una crema de verduras más o menos normal.

Enrique Núñez Hurtado. Foto: Marisa Núñez.

Le añadí después un par de generosas cucharadas de crema alteña, “de la buena”. Husmeando por segunda vez, encontré en el fondo del refrigerador un cuarto de queso brie, que había quedado de una reunión que celebramos en casa unas tres semanas antes. Estaba ya un poco deshidratado lo que facilitó cortarlo en pequeños cubitos. También había un poco de queso Cotija seco. (Por lo que el plato también se puede llamar crema de verduras a los dos quesos).

En la despensa encontré cuatro pedacitos de chicharrón, que apenas servirían para un taco, pero se convirtieron en una “lluvia de chicharrón”, como le dicen ahora los chefs elegantes a lo que antes se llamaba simplemente espolvorear. Añadí también una “chispeada”, porque no llegó a lluvia, de chile de árbol Yahualica tatemado.

¡Quedó deliciosa!

Esta preparación comprueba nuevamente la efectividad de la receta de mi querido tío Enrique que la semana pasada hubiera cumplido 90 años. Habíamos planeado que la celebración fuera en mi casa, probablemente hoy, pero falleció unos días antes de Navidad. Además de los platillos de fiesta, yo tenía planeado prepararle un plato especial con su entrañable receta.

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